Luis Romano, embotellador de orillas

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Cartógrafo de antes, escudero de hoy, dibujante, letrista y barcoembotellador. Timoneando rumbo a “la casa amarilla de Palo Blanco”, el hombre suelta un popurrí de aventuras pescadas en 70 años entre Berisso y La Plata: marineros, buscavidas, malandras, contrabandistas; saladeros, frigoríficos, bares, barcos; changas, avivadas, crecidas, conventillos, mapas.

Por Josefina López Mac Kenzie y Juan Manuel Bellini

Producción y fotos: Marcelo Landi

Uno de los barcos a vela más viejos del mundo capaces aún de andar flota en Berisso: una distinguida goleta italiana botada en 1886 como Luiggi Palma que, cuentan, se pasó medio siglo porteando mármoles, carbones, cereales, hortalizas y migrantes por el globo. Que en 1933 se quedó en nuestros mares y ríos. Que el tiempo le eligió otros nombres e itinerarios para después corroerla, robarle el glamour e inhumarla. Y que a más de cien años de su nacimiento, alguien reparó y bautizó Gringo.

Ahí está.

Impecable, se deja bambolear por el aire espeso del verano sobre el río Santiago.

“Yo la estoy haciendo ahora para un amigo porque hago barcos en botellas”, anticipa el berissense Luis Sixto Romano. La señala, hechizado, mientras timonea su bote a motor rumbo a Palo Blanco, donde tiene una casa conocida por el color de sus maderas.

“Es centenaria la goleta. Estaba enterrada en el río Luján. La compró en el ’90 Fernando Zúccaro, la pagó 25.000 dólares de ese tiempo. Era óxido puro y todo el mundo que pasaba por acá veía que era un casco podrido arruinado en un costado. Ahora hace viajes con comedor y todo”, resume este personaje de rostro sanguíneo, ojos de agua y parada de malevo. Cartógrafo, calígrafo, heraldista (autor e interpretador de escudos de localidades) y amante del bote.

Es “una aparición del más allá” con “mínimas chorreaduras de óxido sobre su costado de hierro pintado de blanco lo vuelven más real (…) —describió el escritor Juan Bautista Duizeide en una crónica que tituló “Un amor a toda costa”—. A diferencia de los dioses o damas que se estilaban, su mascarón de proa es una indígena de rasgos angulosos y tetas que desafían las tormentas. En proa y popa se repite el nombre Gringo”.

El creador de la réplica, a la que le faltan poco más que las velas para navegar por siempre en una botella de vidrio “clarito y que no deforme”, tiene 74 años y un atropello de historias. Empieza a regalarlas ya antes de echar su bote, el Don Sixto, en el canal del Saladero. “Todo esto está hecho a pala de buey, ¿eh? El arroyo Berisso sí venía, pero todo esto, el ensanchado y el puerto, fue hecho a pala”, ilustra mientras saluda a lanchas y botes. “Me conoce todo el mundo, qué quieren que haga”, larga entre carcajadas arenosas.

Cuando, en cambio, los “transeúntes” son jinetes de motos de agua o practicantes de esquí acuático, el tipo se embronca: “Estos en la vida pusieron los pies en una palangana y ahora si te descuidás te dan vuelta. Así está el río por culpa de estas porquerías. En los muelles tienen que pasar regulando, no golpear”.

El agua tiene sus reglas y el hombre, su temperamento.

El Don Sixto vira por el canal Del Píccolo, cae en el río Santiago y ancla en la casa amarilla de Palo Blanco, frente a la isla Paulino y su verdor selvático desatado (ceibos, hortensias, camalotes, cañas, peces, zancudos, aves alteradas y pastos que el verano eleva hasta los dos metros). Allí, una arritmia de peripecias berissoplatenses crece sin orden para confirmar que “navegamos sobre memorias”, como escribió Haroldo Conti en ese mismo paisaje.

Barquitos en botella y humo en el horizonte

Un altarcito de catedral en un envase de anís 8 Hermanos es el primer objeto embotellado que recuerda Romano. Era chico y alucinó. Tenía fosforitos como velas.

El segundo cuerpo desplegado en una botella, esta vez un barco, lo vio en la palma de la mano de un marinero inglés borracho en un bar de Berisso. Se lo compró con monedas lloradas a su mamá y se preguntó cómo habían metido eso ahí. Después de que un tío impaciente le sugirió romper el cuello de la botella, se propuso aprender a solas ese viejo pasatiempo que requiere tanta paciencia.

Maderitas, sogas, ramas y dientes de bestias marinas son algunos de los insumos que han usado los navegantes para matar el tiempo eternizando en miniatura buques vistos o soñados. Practicado en tierra, el hobby admite escarbadientes, retazos de tela y cartón, ganchitos de metal, como se ve en la mini Gringo que Romano exhibe en una palma casi como aquel inglés. Con paciencia, revela cómo conseguir que la pieza entre por una boca imposible y despliegue su esplendor en una botella clarita y que no deforme. Así instruyó a varios. Por ejemplo, a Federico Bongiorno, su alumno en el bachillerato de Bellas Artes, hoy encargado de video en el Teatro Argentino de La Plata, quien lo recompensó con el barquito que e ilustra esta nota.

El bote en que orillamos la selva fue bautizado en honor al abuelo Sixto Gómez de Saravia, un hombre de río. Hijo de indígenas, analfabeto, vivía donde ahora está el puerto. Su nieto lo recuerda por audacias. En bote, “cazaba acá unos animales que nunca supe qué eran, unos pájaros con una pluma sola que se vendían a Francia para hacer sombreros”. Y en la bravísima inundación del’40, cuando “la gente pasaba tirando tiros y gritando ‘¡se viene el río, se viene el río!’, mi abuelo se fue a la orilla, sacó el bote y puso un tablón que iba de la pieza a la cocina. Yo tenía tres años. Eran casillas chorizo de madera y zinc sobre tirantes, porque en la zona de las islas no te dejaban construir. Eras ‘provisorio’. Tenías que firmar que a las 24 horas, si te pedían el terreno, tenías que dejarlo”.

El padre de Luis, en cambio, era “un cafiolito de cuello duro y corbata. No sabía remar, el paspado… Un día lo traje a Palo Blanco, lo puse al remo y no pudo dormir a la noche. Mi vieja le tuvo que poner hielo en las manos, de las ampollas que le habían salido”, se agranda ahora Romano, que por los terrenos que heredó se siente “pajonalterrateniente”. Es que, como le dijo un tío: “Tener tierras acá es enterrar la guita en el barro”.

También asegura que nadie conoce Berisso como él, que nació en la tribuna visitante: “Allí donde se originó el 17 de octubre y el 99,99% era peronista, mi familia era muy gorila y los chicos teníamos que hacer lo que mandaba el viejo. No era como ahora. Entonces yo nací en un lugar equivocado…”.

Siguen los cuentos sobre el Berisso viejo, salpicados de manías de cartógrafo (escalas, representaciones, nombres, símbolos, ubicaciones). Van algunas: las chimeneas; el tío irlandés que era jefe de personal del frigorífico Swift; la sirena con la que “los ingleses piojosos esos” estuvieron horas saludando la victoria aliada en el ’45, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial; el boliche de Piccinelli, una fonda donde se acodaban los antiperonistas y algún peronista muy amigo.

“Nosotros no fuimos malandras de casualidad. Porque donde yo vivía es la zona nacional del puerto La Plata. O sea: prostíbulos, casino de juegos, capitalistas de juego, quinieleros… contrabandistas. Todo —resume Romano, criado en el barrio “Las 14 viviendas” de Berisso, y apura más jirones ribereños—: los conventillos; los chicos admitidos en la pileta azulejada del Club Swift y los que se tenían que bañar en piletas improvisadas con gradas de madera sobre el río; el pasmo colectivo cuando vieron que un crucero hecho para Bunge y Born en Berisso tenía cocina de acero inoxidable y “¡no podíamos creer que existiera eso, acostumbrados a las de carbón o leña!; o la aventura de subirse a los vagones de los trenes que descargaban vacas para los frigoríficos dispuestos a rescatar terneros nacidos en viaje que hubieran quedado allí… “¡A veces te caías resbalando entre la bosta!”, se ríe.

Las viejas se encolerizaban con el enchastre pero aprovechaban: “Los criaban con mamaderas y cuando tenían 70, 80 kilos, sacaban una verja de la casa, cerraban la calle, lo ponían ahí ¡y para las fiestas se armaba un baile de novela!”.

La vida sin Google Earth

Muchos de los mapas de la provincia de Buenos Aires que aún cuelgan en las oficinas públicas los dibujó Romano con tinta china en papel vegetal, en la Dirección de Geodesia, junto a artesanos como Edmundo Gutiérrez, Emilio Rapisarda, Eduardo Suñé, Damián Pérez, Nidya Vega Segovia, Edgardo Mannino y Elvira Hours, la que “hacía los colores” de los mapas en una muestra de acuarela que se mandaba a la imprenta. Antes de eso, se usaba un Registro Gráfico hecho sobre piedra en la época de la “Conquista del Desierto” del que quedan menos de veinte ejemplares en el archivo histórico de Geodesia.

Sin acceso a la tecnología que fue renovando la cartografía desde la segunda mitad del siglo XX —foto aérea, foto satelital y computación para procesar esa información— se nutrían de datos topográficos enviados desde el terreno por agrimensores. El primer mapa oficial que hizo Romano fue el de Carmen de Patagones, que se unía con otras siete hojas para formar la provincia. Tardaban un año en dibujar un mapa (hoy, calcula, tardaría tres meses) pero la calidad era de diez líneas en un milímetro, se jacta el hombre. Y para demostrarlo desenrolla varios de esos mapas, que hoy se siguen reproduciendo con técnicas superadoras.

En el mapeo se inició por dibujar bien y en el dibujo, casi por cancherear: “Un día estaba en Mar del Plata y pasa un tipo pintón con anteojos negros y una rubia despampanante, que era (la actriz) Analía Gadé. Y se suben a un Buick colorado. Miro la mina, miro el auto y le digo a mi papá: ‘¿quién es ese tipo?’ Mi papá me dice: ‘Es un dibujante que se llama Divito’. ‘Yo quiero ser como él’, le dije”, recuerda.

Al poco tiempo, una tía le compró “seis pinturitas en una cajita, una hoja canson y un tablero de madera”, hizo un dibujo y lo presentó en la peña de las Bellas Artes (en 6, 49 y 50, frente al pasaje Dardo Rocha). “Me gané el primer premio de dibujo infantil. Era 1947. Tenía diez años. ¡Nunca me había puesto un traje! —se ríe hoy—. Mi viejo tuvo que gastar 107 pesos en camisa, traje de pantalón corto, corbata y zapatos en El Niño Elegante, en 7 y54”.

Cuando el gobernador peronista Domingo Mercante le dio el premio —una libreta de la Caja Nacional de Ahorros y una billetera de cuero— estaba presente el director del curso nocturno de dibujo para obreros y empleados de Bellas Artes, que era amigo de su papá. “Romano, mandámelo, tiene condiciones”, oyó el niño. Al día siguiente lo llevaron en tranvía, bajó en 1 y 60 y le presentaron a Carlos Aragón, “el mejor plástico argentino que conocí, el que hizo los murales del Ministerio de Obras Públicas. Un re capo”, define. En un kiosquito de la escuela, ese bigotudo de voz grave y cejas arqueadas que “parecía Cristo o El Quijote” compró una hoja de papel de croquis, una carbonilla y cuatro chinches, y coló al pequeño en un curso al que se entraba con 18 años y un empleo. “Yo era oyente pero dibujaba mejor que los grandes. Ellos me compraban los dibujos y me gastaba las monedas en cigarrillos, se enorgullece.

Ya experto en mapas, letras y dibujo técnico, a los 17 años lo mandó a buscar a la escuela Gutiérrez, el jefe de cartografía de Geodesia. Pero para trabajar “me tenía que afiliar al partido peronista… y mi viejo no me dejaba. Hasta que se me ocurre pedirles un certificado trucho a dos primas que tenían unidades básicas. Un tipo ahí me sacó un mango para que colaborara con el partido y listo. Después no me animaba a presentar el papel… En ese intervalo vino el ‘55 y apareció un jeep militar. Yo me dije ‘ahora voy en cana’. Pero no, el milico me dice: ‘se tiene que presentar en 50, 6 y 7, primer piso, Geodesia’. Era un pitucón de Caballería, el general Luis María del Corazón de Jesús Miró. Fue el guacho que lo sacó a Arturo Illia del despacho”.

También hizo el Plan Regulador de varios municipios, manzana por manzana. “Con eso después iban volcando los datos para estudiar en el gabinete por dónde tenían que pasar los micros y las cloacas, y cómo cobrar los impuestos… En todo el país habría diez cartógrafos”, resalta, y cierra con un orgullo menos oficial pero igual de profesional: haber dibujado el plano de todos los studs clandestinos de Berisso. “¡Me pagaban con fijas!”, confiesa.

Otros símbolos

El escudo de armas oficial de Berisso lo inventó Romano. En él están representados el río, las chimeneas (por los saladeros y los frigoríficos) y “la hospitalidad del cielo para los berissenses”. Se forma una gran B. La propuesta resultó ganadora de un concurso en 1967 y sigue vigente. “Quise simbolizar Berisso en un dibujo fácil de entender. Nadie conoce Berisso como yo”, asegura.

Para hacerlo, tuvo en cuenta la composición de la capital del inmigrante: “Si hacía un escudo tipo español, se me venían al humo los tanos; si le hacía un escudo italiano, me mataban los gallegos… o los polacos… Tuve que hacer una cosa totalmente distinta”. Y en la nota explicativa del dibujo original del escudo puede leerse: “No se encuentra fuera o dentro de él ningún simbolismo representativo de linaje o razas; sólo los de la naturaleza o el trabajo”.

“Un escudo no es un logotipo ni una marca, es un vocabulario”, distingue Romano. Un lenguaje en el que ni los colores se llaman como los conocemos. “Los guerreros eran todos violadores, asesinos y analfabetos”, explica, por eso tenían un escudero. Los escudos de localidades simbolizan paisajes, posesiones, autoridades, orígenes… como se ve, sobre todo, en los escudos de las monarquías, tan cargados de colores, animales, divisiones, banderas, coronas, flores…

Romano presentó propuestas de escudos para otros municipios: Sarandí (sacó un tercer premio), Lomas de Zamora, Chascomús y Carmen de Patagones. De a poco fue instruyéndose en este otro hobby y afianzando sus reglas, que son muchas, complejas y estrictas. Por eso, cuando ve su escudo de Berisso reproducido en llaveros, calcomanías u otras aplicaciones, no deja de señalar, meticuloso, las simplificaciones que van desdibujando al original.

La recorrida por el Berisso viejo muere en tierra. El embotellador anfibio se detiene para abrazar y besar, con todo rito, al tilo que plantó en su barrio a los 18 años.

 

Caloi y Claudia Falcone

Romano se formó en dibujo —y en algo de cartografía— en el bachillerato de Bellas Artes de La Plata. Después fue docente de dibujo técnico, etapa que le trae recuerdos agridulces. Por ejemplo, los equipos de Geodesia formados con sus más destacados ex alumnos, porque no sobraban los cartógrafos. O el hecho de conservar las carpetas de dibujo de María Claudia Falcone y Francisco López Muntaner, que justo se las habían entregado cuando la dictadura los desapareció en los infiernos del “circuito Camps” la Noche de los Lápices de 1976.

Otro pasadizo de su vida conduce al humorista gráfico Caloi, como muestra un dibujo dedicado “p’al profe de caligrafía” enmarcado en una pared del living. Es el Clemente negro, hincha de Camerún, con el hueso en la cabeza. “Yo enseñaba a no mezclar mayúsculas con minúsculas o romanas con bastón, todas esas cosas”, simplifica, pero subraya que en los mapas de antes, los nombres eran un dibujo aparte porque aún no habían llegado al país las letras autoadhesivas. “Si no eras buen letrista, ¿cómo te hacés tres mil nombres en un mapa?”, se pregunta.

Alpargatas sí, tenis no

El actor y director de teatro Lito Cruz vivía a dos cuadras de lo de Luis Romano e hizo la Primaria con su hermano, con quien “andaban siempre con los caballos”. El cineasta Oscar Barney Finn vivía a 50 metros de su casa; allí lo dejaban cada tanto sus padres. Otros vecinos conocidos eran el actor Federico Luppi y el teatrero Juan Carlos Lanteri.

“Lito y Oscar hicieron el colegio secundario en el Nacional. En esa época, la ley no escrita era: los pobres al Industrial y los ricos al Nacional. Encima, a mí se me ocurre decir que voy a estudiar en Bellas Artes… eso ahí era ser puto o comunista —cuenta—. Como jugar al tenis… ¿En Berisso ibas a jugar a tenis? ¡Qué tenis! En el año ’45, ¿quién se ponía un pantaloncito corto, blanco? Te mataban en Berisso si ibas con una raqueta. O pregúntenle a Lito Cruz si alguna vez fue con una partitura de piano a estudiar algo… ¡te corrían! Era Alpargatas sí, libros no”.

 

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