Otro fusilado que vive

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Foto: Magdalena Diehl

Ricardo Capelli fue acribillado junto al cura villero, de quien era amigo íntimo y colaborador. Sobrevivió después de un traslado clandestino y 14 operaciones, y su testimonio fue clave para identificar al asesino. En charla con La Pulseada habla del antiperonismo inicial de del sacerdote, de su carisma e ingenuidad y de sus últimos minutos de vida.

Por Soledad Iparraguirre

El 11 de mayo de 1974 la Triple A asesinaba a Carlos Mugica, emblema del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo. Ricardo Capelli, su amigo íntimo y colaborador, estaba con él: recibió cuatro balazos y reconoció al asesino cuando cayó por el impacto de la balacera. Su testimonio fue clave en la causa por el crimen del cura villero. En diálogo con La Pulseada, Capelli recuerda el legado de su amigo, los posteriores años de plomo y asegura: “Si Carlos viviera estaría haciendo un quilombo de aquellos”.

El 7 de octubre de 1930, con el país convulsionado y bajo estado de sitio, nacía Carlos Francisco Sergio Mugica. De cuna aristocrática y antiperonista, cumplió con el deseo de su madre: “Va a ser cura del Santísimo”, dijo ella cuando lo tuvo en brazos. Fue el único de sus hermanos que no estudió en un colegio religioso. Cursó la primaria en el estatal Domingo Faustino Sarmiento, conocido como Cinco Esquinas y el secundario en el Nacional Buenos Aires, con un intervalo en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza (ILSE) por su bajo rendimiento escolar. A los Mugica les preocupaba la salvación de sus almas y acudían a misa cada domingo. Carlos fue creciendo entre fútbol y rezos. A los trece, aún de pantalones cortos, fue elegido delegado del grupo de aspirantes a la Acción Católica. Decidido a ser abogado como su padre, empezó Derecho en la Universidad de Buenos Aires (UBA) pero dejó en tercer año. Ricardo Capelli lo conoció por casualidad cuando se coló en un cumpleaños de su hermana Marta. Se hicieron amigos y pasaron a ser compañeros inseparables. “Teníamos diferencia de edad y yo siempre fui el más serio. Carlos era un poco más niño, siempre lo vi como un hombre muy inocente. Venía de familia oligárquica, y yo de una clase media urbana. Pero desde siempre se conmovió con el dolor de los demás y las carencias de los más pobres”, recuerda.

1950 fue un año decisivo para Mugica. Desde el Vaticano, el papa Pío XII convocó al Año Santo con el fin de promover la justicia social a favor de los desposeídos. Cuando surgió la posibilidad de viajar a Europa, no lo dudó y participó de una multitudinaria bendición en la plaza de San Pedro.  Allí supo que sería cura. Tardó en decírselo a su padre, quien más se oponía en la familia, y en el ‘52 ingresó al Seminario Arquidiocesano de Villa Devoto. Durante la cruenta relación de Juan Domingo Perón con la Iglesia, Mugica se mantuvo del lado de los fieles. “Acá están, estos son, los contreras de Perón” cantaban con Capelli en las marchas convocadas por todo el arco antiperonista, en la etapa previa al golpe.

Mugica se sentía cercano al sufrimiento de los pobres, pero había sido criado en una familia antiperonista, alejada de las bases populares que fundaron el movimiento. En el ‘55 festejaron el golpe que derrocó a Perón. ¿Fue un momento bisagra que lo marcó políticamente?

Foto: Archivo Télam/dsl

–Absolutamente. En el ‘55, fuimos a la plaza a festejar la caída de Perón. Estábamos eufóricos, con el pañuelo en alto, gritando libertad, libertad mientras en Casa de Gobierno estaban (el presidente de facto de “la Libertadora” Eduardo) Lonardi y el almirante (Isaac) Rojas. Estábamos convencidos. Me acuerdo que visitamos los conventillos de la calle Catamarca, cercanos a la iglesia Santa Rosa de Lima, siempre íbamos, a mí me gustaba acompañarlo. Y notamos tristeza en la gente: estaban desolados. En una pared, leímos: “Sin Perón no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos”. La gente estaba hecha pelota, muy mal. A Carlos le impactó leer eso. Los cuervos eran los curas. ¿Cómo podían estar alejados del pueblo? Dijimos, acá alguien está equivocado, o somos nosotros o son ellos. Y nos dimos cuenta que habíamos estado errados. A partir de ahí empezamos a trabajar con ellos, con los vecinos de las barriadas olvidadas. Fueron tiempos de grandes conversiones para Carlos.

“Acá están, estos son, los contreras de Perón” cantaban Mugica y Capelli en las marchas convocadas por todo el arco antiperonista, en la etapa previa al golpe del ‘55

“Me di cuenta de que en la Argentina los pobres son peronistas. Y que eso no es una casualidad. Y tampoco un dato más. Ellos creen en Dios, pero ellos también creen que políticamente hubo un tiempo mejor y que nuevamente vendrá un tiempo mejor, y ese recuerdo y esa esperanza se llama Peronismo”, dirá Mugica en aquellos años turbulentos.

En una América convulsionada, Mugica se consagró sacerdote en 1959. Al año siguiente fue nombrado secretario del arzobispo Antonio Caggiano, pero pronto se aburrió con las tareas asignadas como vicario cooperador. Lo suyo era el contacto con la gente. Viajó un año a Reconquista, invitado por un antiguo confesor suyo y a su regreso fue nombrado capellán en la Escuela Paulina de Mallinckrodt, un liceo religioso con un sector destinado a familias de bajos recursos. Ese puesto cambiaría radicalmente su vida: parte del instituto funcionaba en la villa 31 de Retiro, asentamiento de barrios obreros que alojaban los inmigrantes que las provincias empobrecidas arrojaban a las grandes urbes. Por esos años comenzó una activa participación política universitaria y fue asesor de la Juventud Universitaria Católica (JUC) en las facultades de Medicina y Ciencias Económicas de la UBA. Allí conoció a Carlos Gustavo Ramus, Fernando Abal Medina y Mario Eduardo Firmenich, futuros fundadores de Montoneros. Junto a ellos, años más tarde participaría como asesor espiritual en campamentos solidarios de la Acción Misionera Argentina en Tartagal, en el Chaco santafesino. La noticia del asesinato de Ernesto “Che” Guevara lo golpeó: había sido un viejo amigo de la familia, a quien conoció cuando compartió tardes de estudio con Roberto Guevara, hermano del mítico guerrillero. Con un petitorio firmado por un superior –y su inocencia a cuestas– viajó a La Paz a entrevistarse con el general René Barrientos. No fue recibido ni tomaron en cuenta su pedido de repatriación de los restos.

“Carlos era inteligente, pero no el más inteligentes de los curas. tenía un carisma que no lo vi en nadie más. Era muy carismático, a veces cuando salía de alguna conferencia o presentación teníamos que hacerle un cordón humano, la gente moría por él, quería tocarlo, besarlo, abrazarlo. Pero era ingenuo políticamente. Él creyó, por ejemplo, que sería recibido en Bolivia y volvería con los restos del Che. Y ni siquiera lo atendieron”, recuerda Capelli.

“Tras la caída de Perón la gente estaba hecha pelota, muy mal. Dijimos, acá alguien está equivocado. Y nos dimos cuenta que habíamos estado errados”

–¿Cómo era ser amigo de Mugica?
–No era fácil ser el amigo varón. Carlos era cura y cargaba con todas las culpas y contradicciones propias de la jerarquía de la iglesia y de los mandatos. Él tenía una visión de pecado que no coincidía con la iglesia. Para Carlos el pecado era no profesar el amor. Y yo lo respetaba pero le discutía todo. Imagínate, racionalista como soy, sin ser creyente, al lado de un cura. Discutíamos mucho, una vez estuvimos a punto de irnos a las manos, no me acuerdo porqué. Me fui de su casa muy caliente y al rato me llamó por teléfono. Y la seguimos ahí, Carlos me decía: “No corto hasta que no arreglemos esto”.

Latinoamérica bullía y el grupo de religiosos nucleado en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), del que Mugica sería emblema y actor fundante, hablaba de “la justa violencia de los oprimidos” y exigía la transformación de las villas de emergencia en barrios obreros. Los ‘70 lo encuentran como capellán de la iglesia San Francisco Solano y dando clases en la Universidad del Salvador, reconociendo la actividad de la guerrilla y proyectando el Movimiento Villero. El 25 de mayo de 1973, día en que Héctor Cámpora asumió la presidencia, José López Rega, flamante ministro de Bienestar Social, le ofreció el puesto de asesor. El problema de la vivienda desvelaba a Mugica y el cura aceptó: sería asesor ad honorem en la Comisión de Vivienda. La decisión lo alejaría de vastos sectores populares, entre ellos el Movimiento Villero y el MSTM, que no aprobaban la decisión.

“Yo lo respetaba pero le discutía todo, discutíamos mucho y una vez estuvimos a punto de irnos a las manos”

El “Brujo” López Rega abogaba un plan de erradicación que consistía en la construcción de ciudades jardín en la periferia de Buenos Aires. Mugica, insistía con la transformación de las villas en barrios obreros. Por ese entonces seguía latente el rumor de la construcción de una autopista que cortaría la villa 31. Capelli acompañaba a su amigo a las reuniones, sin intuir el peligro. En junio del 73, el gobierno anunció el plan de erradicación y tras una reunión a la que los convocó, el Brujo les advirtió: “Espero que lo que acabamos de anunciar esté muy claro. Y ojo aquel que se haga el contra porque hago así (chasqueó sus dedos) y desaparece”. Mugica repudió el plan en la villa y en los medios. López Rega salió al cruce e intentó ensuciar al cura, acusándolo de no haber rendido una suma importante de dinero. “Me trataron de corrupto y no han revisado la rendición que ya dejamos en el Ministerio”, dijo Mugica ante los medios y sus amigos. Esa misma noche les dijo: López Rega me va a mandar a matar. El 28 de agosto convocó a los vecinos por altoparlante y leyó el comunicado: presentaría su renuncia al cargo. La villa estalló en aplausos.

El 11 de mayo de 1974 Mugica celebraba misa en la iglesia San Francisco Solano. Capelli pasaría a buscarlo porque tenían un asado en Lanús. Antes de salir, su amigo y María del Carmen Artero, colaboradora de Mugica, querían resolver un problema que había surgido días atrás con Nicolás, un vecino de la villa. Charlaron un momento y salieron a la calle. Nicolás los esperaba. Capelli se adelantó unos metros: “padre Carlos”, escuchó. Y la estampida de los fogonazos.

–¿Qué recordás de aquel día?
–Fue a las 19:40. Pasé a buscarlo por la Iglesia de San Francisco Solano porque nos íbamos primero a Lanús y más tarde a un cumpleaños de una compañera nuestra en la villa. Carlos era famoso, todo el tiempo la gente lo paraba y le preguntaba algo. Yo estaba de espaldas y escuché, “padre Carlos”. Y él dijo: “Hijo de puta”. Y la balacera, atroz. Caí y sentí una trompada tremenda, luego supe que habían sido los disparos. Cuando caí, quedé frente a ellos y veo a (Eduardo) Almirón. Lo veíamos siempre en el Ministerio. No sabía ni qué cargo tenía, pero estaba siempre en las oficinas de arriba, donde acompañaba a Carlos. Tenía un piloto porque llovía, no pude ver el arma.

–Siempre se dijo que cuando los trasladaron al hospital, Carlos susurró “ahora más que nunca junto al pueblo”.
–Yo no recuerdo eso. Para nada. Carlos iba bañado en sangre, atrás, con la cabeza recostada sobre las piernas de María del Carmen, una compañera. Yo gritaba de dolor, no podía más. Imaginate que nos llevaban en un Citroen. Sí recuerdo que cuando llegamos al Salaberri, estábamos en las camillas de la guardia, empapados en sangre, me dijo: “Ricardo, fuerza que salimos”.

“Yo estaba de espaldas y escuché, ‘padre Carlos’. Y él dijo: ‘Hijo de puta’. Y la balacera, atroz. Caí y sentí una trompada tremenda, luego supe que habían sido los disparos”

–Durante dos días pasaste catorce operaciones. ¿Sabías que Carlos había muerto?
–No tenía idea. La idea era que me dejaran morir, yo no era nadie. Un médico amigo preguntó por mí y le dijeron que se quedara tranquilo, que la herida cerraba sola. Pero yo tenía una bala que me había cortado una arteria. A las pocas horas, gracias a él me sacaron del Salaberri y me llevaron al Rawson. Me llevaron como estaba, con los tubos, el oxígeno, con todo. Me sacaron clandestinamente. En dos días me operaron catorce veces. Sólo seis con anestesia. Mi anestesia era morder un trapo. Después de operado, apareció Jorge Conti, vocero de López Rega. “Qué barbaridad lo que le pasó a Carlitos. Vengo de parte de don Pepe (el Brujo) estamos a disposición para lo que vos quieras”, me dijo. Ahí me enteré que Carlos había muerto. Me sacaron de ahí y me llevaron a casa de mi madre.

Recuerdos de la muerte

Cuarenta años después del atentado, en 2014, Capelli mantuvo un encuentro inesperado con el cirujano Marcelo Larcade, quien los atendió cuando fueron llevados al Salaberri. El encuentro fue en la redacción del diario Tiempo Argentino. En esa charla, Capelli sabrá detalles que desconocía hasta ese momento. Larcade le contará que los recibió en la guardia. Que ambos estaban despiertos y lúcidos. Que el quirófano estaba lleno de matones de civil, que esperaban la certificación de la muerte del cura. Que, cuando iba a trasladarlo para atenderlo, Mugica le dijo: “No. Operalo a él”. Que le explicó que sus heridas eran más importantes pero insistió: “No quiero que me operes a mí antes que a él”. Entonces, como lo suyo era más rápido, le hizo caso. Que operó a Mugica durante dos horas. Que, cuando anunció su muerte, habiendo peleado con un cuerpo con catorce orificios de bala, el quirófano quedó vacío.

“Si Carlos viviera no sería tibio ni neutral. Estaría muy caliente, eso sí, pero en las calles. Carlos se la estaría jugando en las calles”

Capelli sobrevivió para contarlo. “Yo tengo que decir todo lo que recuerdo y toda la verdad, a medida que va pasando el tiempo más lo extraño, era la voz de los que no tienen voz. Su personalidad y su carisma lo hicieron verdaderamente grande. Carlos no está para la estampita, era un hombre, un ser humano con gustos y deseos como todo hombre y que para cierto sector de la iglesia, son peligrosos. Mugica está más vigente que nunca, sobre todo en los jóvenes que insisten con resistir. Ese es el Mugica que quiero recordar, presente, inocente pero luchador y combativo. Si Carlos viviera no sería tibio ni neutral. Estaría muy caliente, eso sí, pero en las calles. Carlos se la estaría jugando en las calles”.


La carta testigo

Foto: Ramiro Gomez/Télam

María del Carmen Artero de Jurkiewicz era secretaria en el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) donde logró crear el sindicato interno y una guardería. Férrea colaboradora de Carlos Mugica en la villa 31, comenzó a militar en Montoneros tras el crimen del cura. El 11 de agosto de 1978 fue secuestrada junto a Cristina, una de sus hijas. Las llevaron al centro clandestino de detención El Olimpo. Cristina recuperó la libertad dos semanas más tarde y en 1981 declaró ante Amnistía Internacional: “Acostumbrate a la idea de que no vas a volver a verme. Te pido que nunca te olvides de lo que viste acá. Que esto no sea en vano. Contalo”, le había dicho su madre la única vez que le permitieron visitarla.

“Corrí hacia él y empiezo a escuchar como si fueran petardos y veo junto al cuerpo de Carlos una serie de fogonazos”

Con el golpe militar la familia Jurkiewicz fue perseguida y debieron pasar a la clandestinidad. Pablo, el hijo mayor militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y también fue secuestrado. Estuvo detenido en El Banco.  En mayo de 2014, en un homenaje a Mugica, un hombre se acercó a Pablo y le entregó un papel: esta carta la escribió tu mamá, le dijo. Estaba dirigida a Marcela Estrada, una compañera de mlitancia en la villa 31.

María del Carmen Artero fue testigo del atentado y ayudó a cargar los cuerpos de Mugica y Capelli, que fueron llevados al Salaberri. Continúa desaparecida.

La Pulseada reproduce fragmentos de esa carta, durante cuatro décadas desconocida.

“Mi muy querida Marcela:

Anoche llegó tu carta al barrio, que leímos allí. Me pedís que te cuente y no sé si voy a poder hacerlo coherentemente, porque desde el 11 de mayo a las 19:40 se nos ha venido la estantería abajo a todos aquellos que estuvimos cerca de Carlos, unos en forma más o menos cercana, algunos en actitud crítica frente a su postura política, pero todos con un inmenso respeto por su valentía. (…) Llegamos a la iglesia y Ricardo y Nicolás se quedaron en el coche de Ricardo. Yo tuve el privilegio de oírlo por última vez, de recibir la comunión de sus manos, luego me recordaría cada gesto de esa tarde. (…) Me quedé junto a él, saludó a Nicolás y a dos metros había un hombre esperando. Carlos le dijo a Nicolás, esperame un momentito que tengo que hablar con este señor. Allí comenzó todo. Está muy confuso para mí ese primer instante. Me parece que aparece alguien más y Carlos retrocede hasta la pared y comienza a resbalar, y cae sentado apoyada su cabeza contra la pared, corrí hacia él y empiezo a escuchar como si fueran petardos y veo junto al cuerpo de Carlos una serie de fogonazos (...) Ahí apareció el padre Vernazza y se agachó junto a él, le dio la absolución y entre los dos lo subimos a un coche. Antes, mientras gritaba desesperada su nombre, me di vuelta y vi a otra persona caída, era Ricardo, a él también le habían alcanzado las balas. Con Vernazza llevamos a Carlos al hospital Salaberry y Nicolás ayudó a llevar a Ricardo.  Apenas llegamos empezaron las transfusiones, le dieron 10 litros. Estuvo consciente durante casi todo el tiempo. Tenía una gran serenidad a pesar de que sufría muchísimo, pues pidió calmantes. Lo llevaron a la sala de operaciones y me hicieron salir de la sala, luego me llevó la cana junto a Nicolás. Nos dejaron incomunicados. Nos dejaron en libertad el domingo a las 14. Corrí al Rawson a donde habían trasladado del Salaberry a Ricardo. Carlos murió en la mesa de operaciones a las 22:10 del sábado. (…) Marcela querida, cuando te fuiste tenías un mal presentimiento, ¿te acordas? Algo malo iba a suceder. Me acordé de vos (…) Durante toda la noche del 12 al 13 estuvieron los sacerdotes turnándose y rezando y cantando frente al cuerpo de Carlos mientras desfilaban sin pausa cantidades increíbles de gente. ¡Cuántos lo amaban, Marcela! ¡Qué contento debe estar él! Me lo imagino frotándose las manos en ese gesto tan característico de él y riéndose con su risa de chico”.


Un martirio sin condena

“De la cara de Almirón no me olvido más –repite Ricardo Capelli–. El arma no lo recuerdo, porque llovía y la tenía tapada, pero de Almirón no me olvido más”. Aquella fatídica noche, ninguno intuyó que los cercaría la muerte. A Capelli le dispararon desde otro frente. Cuando cayó, lo vio disparar a quemarropa: era Eduardo Almirón Serna, custodio de José López Rega en Bienestar Social y cabeza visible de la Alianza Anticomunista Argentina, Triple A.

Con el tiempo se conocería su relación en otros crímenes cometidos por la organización parapolicial. El del diputado Rodolfo Ortega Peña, asesinado en julio de ese mismo año, (primer crimen contra una figura pública que se adjudicó el organismo), el de Julio Troxler, ex subjefe de la policía bonaerense, el de Silvio Frondizi y otros entre los setecientos casos que sumó la causa del accionar delictivo de la Triple A, en el período previo al terrorismo de Estado que implementaría a partir de marzo de 1976 la última dictadura cívico militar. Aquella noche de mayo, el ex policía y comisario Juan Ramón Morales acompañó a Almirón Serna. El custodio cuidó las espaldas del Brujo, incluso cuando éste huyó a España en 1975.

“Yo tengo que decir todo lo que recuerdo y toda la verdad, a medida que va pasando el tiempo más lo extraño, era la voz de los que no tienen voz”

A fines de 2006, el juez federal Norberto Oyarbide inició los trámites de extradición, luego de que el ex custodio fuera descubierto por periodistas. Y en enero de 2007 ordenó la detención de Morales. Almirón Sena fue extraditado recién en junio de 2009. Pasó menos de un año en el penal de Marcos Paz, declarado incapaz para enfrentar un juicio por el propio Oyarbide. Morales cumplió arresto domiciliario. Ambos murieron sin condena.

Ricardo Capelli mantuvo un silencio forzado durante muchos años. “Estuve amenazado muchos años, me llamaban todos los días para decirme que iba a morir. Así fue hasta el ‘83, ‘84. Dejé mi laburo de operador en la bolsa de cereales. Declaré en la causa ante Oyarbide. Y reaparecí en la villa en 1999, el 11 de mayo. Festejé algunos cumpleaños allí y siempre estoy”.

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