Un servidor

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Esa es la mejor forma de definirlo: la que dio él mismo cuando puso todo para alcanzar la Justicia. El viejo albañil quiso ver sentenciado al “asesino serial” que lo torturó y dirigió la matanza de aquellos con quienes había compartido sueños en Los Hornos. Pero desapareció antes de la condena. Historia de la militancia en los ´70, los secuestros de la dictadura, sus 20 años de silencio y el perseverante ejercicio de memoria para contarlo todo cuando llegara el momento.

Producción periodística: Daniel Badenes y Lucas Miguel
Texto: Daniel Badenes

Publicado originalmente en marzo de 2007

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La fiesta pendiente
Rubén López rompe el silencio

El reloj estaba por marcar las diez de la mañana cuando Gustavo llegó al Palacio Municipal y anotició a una de las querellantes contra Etchecolatz:

–El viejo no está. No sé, capaz que se vino antes.

Nilda Eloy entró, lo buscó y preguntó. Nada. Cuando le contaron que el buzo bordó de López había quedado sobre una silla de su casa, supo que había ocurrido otra cosa.

Era 18 de septiembre y faltaba media hora para que comenzaran los alegatos. Y un día, apenas, para que el verdugo fuera condenado a reclusión perpetua. El viejo no podía estar ausente.

La Noche de Los Hornos

Al rato, al constatar la ausencia, Eloy presentó un habeas corpus. Pronto vinieron las primeras reuniones con el Gobierno y las peores ideas. También hubo que hacer carteles y moverse. Esas circunstancias exigieron un nombre y alguien eligió el segundo: Buscamos verdad, buscamos justicia, buscamos a Julio, escribieron.

Hasta entonces, pocos lo llamaban por sus nombres. Era Tito para su familia, el Gallego en el barrio, Partido Socialista para algún viejo compañero, y el viejo López para la militancia de derechos humanos.

Venido de General Villegas hace unos 50 años, Jorge Julio López armó su vida en el barrio platense de Los Hornos, donde sus manos de albañil construyeron la casa propia y luego las de sus hijos. De grande pudo tener una exigua jubilación, pero nunca dejó de hacer changas. “Mi viejo es un laburador de toda su vida. De joven trabajó en quintas y después en la construcción”, cuenta su hijo Rubén.

Hoy casi una ciudad, aquel fue siempre un barrio de trabajadores: desde los orígenes de La Plata, cuando ubicaron allí los hornos de ladrillos de los que proviene su nombre, y más tarde la Escuela de Electricistas, una de las primeras iniciativas de educación técnica. Con el tiempo se lo identificó también como una “zona de policías”, pero ante todo Los Hornos es una barriada popular, de esas que dieron vida a las unidades básicas desde los ’50 hasta que arrasó la dictadura. No es raro encontrar tipos como López: laburante, hincha de Boca y peronista.

Sus hijos ya habían nacido cuando en 1973 Tito se acercó a la nueva Unidad Básica. Gustavo tenía 3 años. Rubén es mayor, y con sus 7 de entonces ya podía sumarlo a algunos torneos de fútbol y en las carreras de embolsados que armaban con los pibes. “Él era futbolero y se la daba de técnico”, cuenta Rubén. También se organizaban peñas y quermeses, apoyos escolares y paseos. Había un abogado y un médico dispuestos a recibir consultas. Y también, claro, se discutía política.

La unidad “Juan Pablo Maestre” había nacido el 19 de junio en un local alquilado en 66 casi 140, aunque pronto se mudarían a 68 entre 142 y 143. El bautismo de fuego fue la convocatoria para recibir a Perón en Ezeiza: “Tuvimos un sólo día, pero era tanta la ilusión que llenamos un micro. La experiencia fue trágica”, recuerda Jorge Pastor Asuaje, uno de los hacedores del centro que llevó el nombre de un bibliotecario de la UBA, militante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, asesinado y desaparecido durante la dictadura de Lanusse.

El grupo fundacional eran nueve pibes, dice Asuaje: “El más grande de nosotros tenía 23 años y el más chico, 14”. Pese a su pubertad política lograban convocar a vecinos como aquel albañil rubio y silencioso que llegaba después del trabajo. López tenía 47 y era peronista por el país que había conocido. Ellos, en cambio, lo eran por el Perón que se habían inventado, al que creían capaz de liderar una revolución socialista.

“Teníamos mucho respeto por las personas que eran mayores, aunque a veces chocábamos”, rememora Asuaje, que dejó el barrio cuando ingresar a la organización Montoneros significó convertirse en nómada. Con López aquella distancia generacional se insinuó en una reunión donde debatían las internas del peronismo:

–Esos que gritan «Perón, Evita, Partido Socialista», no son peronistas –dijo el viejo. Lo gastaron por el error y le quedó el apodo. Los jóvenes aprovecharon para esquivar la crítica a la izquierda del movimiento, a la que López se acercaría con el tiempo.

Helen Zout, autora de las fotos: “No me fue difícil trabajar con Jorge Julio López, por el contrario diría que es un modelo ideal porque él sabía quién era y qué quería. No tenía impostación alguna. Era cristalino. Me inspiraba y me inspira infinita ternura”.

Entre jóvenes y adultos, algunos eventos en “la Maestre” llegaron a congregar a más de 100 vecinos. Poco después, la represión arrasaría con la experiencia de los centros políticos barriales que habían vivido ese interregno de euforia y esperanza.

“Aunque las historias que se fueron escribiendo tienen más que ver con una militancia estudiantil, universitaria, de clase media, hay una parte de la historia que es ésta, la de las unidades básicas, la JP de base, la JP villera sobre todo, que se extinguió. En Los Hornos, por ejemplo, hay una ocupación: el Ejército y la Policía siguieron entrando y saliendo de las casas durante días, al estilo Pinochet. Se levantaron dos unidades básicas en una noche y sin embargo no es una historia conocida. Debería ser La Noche de los Hornos o algo por el estilo, pero no se recrean los mitos sobre eso”, señala la abogada Guadalupe Godoy, que conoció a López casi 30 años después de ese 27 de octubre en que rompieron la puerta de su casa y se lo llevaron encapuchado.

Era poco lo que podían hacer mujeres de barrio como Irene, la esposa de Tito, para instalar el reclamo por sus desaparecidos. “Mi vieja, con nosotros chiquitos, sufrió mucho durante tres años”, cuenta Rubén. Y cuando López salió, además del dolor devastador, tuvo que soportar el estigma de haber estado “preso”. Entonces parecía poco, también, lo que podía hacer para conseguir justicia. Al principio fueron papeles escritos a escondidas, dictados por la memoria del horror. Cualquier tarde podía echar mano al reverso de una publicidad, una servilleta o un trozo de bolsa de cal para plasmar con su lápiz de albañil cualquier recuerdo que brotaba.

Parecía poco pero no lo era. Aunque él no estuvo el día que lo hubiese comprobado en forma tajante, el año pasado, cuando se leyó la sentencia que por primera vez reconoció con todas las letras que en Argentina hubo un genocidio.

Foto: Luis Ferraris. Una de las primeras marcha en reclamo por la aparición de Julio López.

Una promesa

–Va por los compañeros –le dijo a Nilda el 28 de junio pasado, abrazándola antes de entrar a la Sala de Testigos montada en la Municipalidad para el juicio contra Etchecolatz.

Por ellos fue que López habló. Aunque mediaron dos décadas entre su liberación en junio de 1979 y su primer testimonio, en los Juicios por la Verdad platenses.

Nunca antes había contado públicamente la trayectoria del horror que se inició con su secuestro. Aquella noche las fuerzas operativas del Estado terrorista capturaron a una docena de militantes de “la Maestre” y saquearon sus hogares. López reconoció que junto a él llevaban al paraguayo Norberto Rodas. “No se dieron cuenta que yo veía todo…”. Lo habían tabicado con su propia ropa, un pullover amarillo y gastado.

A la mañana siguiente, por las avionetas y el “olor a chancho” que venía de un criadero, pudo deducir que estaban en el antiguo Centro de Cuatrerismo, en Arana, una zona que conocía bien. Poco después fue trasladado a un lugar cercano, el “Pozo de Arana”, en el casco de la estancia La Armonía, y con el correr de los días encontró a otros compañeros del barrio en ese cautiverio donde las torturas, “noche y día”, eran conducidas por el propio director de Investigaciones de la Policía: “Etchecolatz es un asesino serial, no tenía compasión, él mismo venía y nos pateaba”, recordó en su última declaración.

Patricia Dell´Orto y Ambrosio de Marco llegaron a ese infierno una semana después. Los habían secuestrado en casa de los padres de ella, donde se refugiaban con su beba Mariana, de 25 días. El viejo los conocía del barrio y de la militancia. Patricia, Cate para sus compañeros, era su referente en el barrio y al mismo tiempo la trataba como a una hija. López la recuerda tan “jovencita” como comprometida: “Ella llevó a chiquitos desamparados a Mar del Plata a conocer el mar… Ella y otras chicas, que andaban en bicicleta para ahorrar, para darles de comer a los chicos. Eran mujeres de oro…”. Por eso las palabras de Cate se volvieron un encargo ineludible:

–López, no me falles. Si salís, andá, buscalos a mi papá, a mi mamá, a mi hermano y deciles que los quiero. Y dale un beso a mi hija.

Cuando declaró por primera vez, el 7 de julio de 1999, fue para atestiguar sobre lo ocurrido con ese matrimonio. López sabía. Sus propios ojos habían visto, a través de una mirilla, la crueldad con la que los fusilaron, igual que a Rodas. Antes oyó el suplicio de Patricia: “No me maten, no me maten, quiero criar a mi nenita”.

Días después, el albañil fue trasladado a la Comisaría Quinta y permaneció hasta el 22 de diciembre de ese fatídico 1976. De allí fue a la Octava, donde el trato no era tan brutal, hasta que el 4 de abril lo “blanquearon” como preso político y apareció en la Unidad 9. Pasaron más de dos años desde entonces hasta que recuperó la libertad. Pasaron muchos más hasta que perdió el miedo y habló.

A mediados de los ´80, vuelto del exilio, Asuaje visitaba a sus hijos en casa del suegro. Un día descubrió a López trabajando: “Fue una sorpresa. Toda la vida había trabajado con mi suegro y no teníamos ni idea”. El mismo día del reencuentro, “Partido Socialista” soltó todo sobre el asesinato de sus compañeros. “En ese momento no estaba dispuesto a declarar. Se fue sacando el miedo de a poco”.

Asuaje fue el nexo para cumplir su promesa pendiente, entrados ya los años ’90. Gerardo, el hermano menor de Patricia Dell´Orto, guardaba hace tiempo su teléfono: “Era mi referente de alguien que había conocido a mi hermana y a mi cuñado”, rememora. Cuando por fin lo llamó, supo que López existía y aceptó verlo: “Me acuerdo las veces que estuve con él, fue muy fuerte. Pero también me acuerdo que para él fue muy fuerte. Me dio la sensación de un tipo que había estado veintipico de años con la necesidad de contar lo que había visto, y el encargo de Patricia de transmitirnos su amor”.

La segunda vez estuvo también su padre. Y Gerardo no deja de valorar lo que López les aportó: “La relación de maternidad entre Patricia y su hija Mariana era algo que no existía en la familia, de lo que no hay fotos. Ni siquiera hay fotos de mi hermana embarazada. En el secuestro se afanaron la máquina de mi viejo, probablemente ahí estén. Nos trajo eso… Es muy fuerte saber de ese amor maternal”. A su vez, el viejo también fue el emisario “del dato de la muerte, que también fue muy fuerte. Cuando yo me entero no teníamos ni la menor idea. Tener esa certeza era poder hacer el duelo. Su relato era terrible y al mismo tiempo pacificador. Lo vi cuatro veces en mi vida, pero López es como un padrino, parte de la familia, parte de la construcción de la historia familiar”.

En ese tiempo, la Justicia empezaba a mostrar cierta disposición para indagar la verdad sobre los crímenes cometidos en la dictadura. Alfonso Dell´Orto presentó el caso de su hija y acercó el dato de un hombre de Los Hornos que sabía.

Un pacto de silencio

“Venía de cumplir con ese mandato. El acercamiento a la familia de Patricia lo libera de una carga. Después de eso sintió la fuerza necesaria para hablar”, cuenta Nilda Eloy, que lo conoció en la antesala de los Juicios por la Verdad. Para los dos era el primer acercamiento. En el caso de López, “las primeras declaraciones fueron ocultas, no tenía consentimiento familiar”. Era como cuando fumaba, cada tanto, sin que se enteraran. Con la diferencia de que trataba de exteriorizar el dolor y volver a relacionarse con sus compañeros. Por eso Asuaje evoca aquello como “una situación de clandestinidad”.

Para su hijo Rubén no fue más que una actividad protectiva: “Nunca nos contó, supongo que por no hacernos daño. Como un pacto de silencio: no hablaba y nosotros no le preguntábamos”.

“Ese proceso es común a todos nosotros”, piensa Rufino Almeida, de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos: “Muchos compañeros viven años de silencio por miedo, pero también por una presión del propio entorno que dice ´basta, no te metas, ya pasó, quedate en el molde…´. Y es por cariño. Yo no quiero poner a la familia López en un lugar jodido, porque sería poner a todas nuestras familias”. Cuando el viejo se vinculó a los sobrevivientes, Almeida era el encargado de llamarlo para coordinar las reuniones y las presentaciones en la Justicia. Si lo atendía Irene o los hijos, debía decir que era para pedir un presupuesto. López entendía.

Foto: Luis Ferraris

Así fue hasta el año pasado. Todo cambió, cuenta Rubén, cuando comenzó el juicio a Etchecolatz: “Mi viejo se abrió un poquito más y nos abrimos nosotros por ahí un poquito más. Empezamos no sé si a preguntar, más que nada él empezó a contar algunas cosas. No comprendíamos realmente por qué quería declarar. La familia siempre estuvo en contra, no porque no se hiciera justicia, sino por miedo a que le pasara algo. El día que escuchamos la declaración comprendimos porqué él insistía tanto y cambiamos la opinión cien por ciento”. Desde entonces, los compañeros pudieron llamarlo sin vueltas.

El día que declaró, López estaba acompañado por sus dos hijos, su sobrino y su nuera. Por la ansiedad llegó media hora antes. Por la compañía “estaba totalmente chocho”, recuerda Eloy. Después de atestiguar fue a su casa y siguió contando. “Creo que ese fue el momento más abierto que ha tenido con la familia después de treinta y pico de años de guardarse el sufrimiento que había pasado”, evoca su hijo.

Un tesoro de recuerdos

“Había cumplido con Patricia pero necesitaba cumplir con un montón de gente más”, dice Nilda y así explica esa militancia por la Justicia, aún después de saldar su promesa. Y recuerda la indumentaria que López usaba en esa lucha: su boina azul, el buzo bordó, los zapatos de siempre. “A todas las audiencias y los reconocimientos fue con la misma ropa, cualquiera fuera el clima. Era muy metódico”.

Ese rasgo explica, también, el nivel de detalle de su testimonio: “Cada cosa que le venía a la mente la anotaba”, explica Rubén. Los soportes de su memoria eran papeles sueltos, escritos con la sintaxis de su segundo grado de primaria o dibujados muy esquemáticamente. Para Almeida, “lo admirable es el esfuerzo que hizo por la conservación de su memoria, aún en el dolor de la soledad”.

Otra clave fue su conocimiento previo de lugares. A fines de los ´60, López había hecho refacciones en la Estancia “La Armonía”, que aún no pertenecía al Gobierno bonaerense. Antes de que el Ejército instalara allí su Regimiento 7º de Infantería, durante la dictadura funcionó uno de los centros clandestinos de Arana. Un sobrino del antiguo propietario estuvo cautivo en ese lugar y lo reconoció. Con López sucedió lo mismo.

Foto: Luis Ferraris. Roberto Baradel, Adolfo Pérez Esquivel, Víctor de Gennaro y Hugo Godoy en una de las primeras marchas por López.

“Demostraba siempre cierto espíritu de investigador algo obsesivo, que es bueno”, dice el presidente de la Cámara Federal de La Plata y recuerda su “gran precisión”. Leopoldo Schiffrin le tomó su primera declaración y compartió con él inspecciones oculares: “Ha sido un testigo que todavía no hemos aprovechado bien. Varias indicaciones importantísimas que él hizo no han sido todavía exploradas a fondo. No por falta de voluntad, sino por falta de medios. Toda la investigación del Juicio por la Verdad y también la que hacen los juzgados se hace con gran precariedad”.

El compromiso de López con la Justicia volvió a hacerse patente el último 28 de junio. “Es un testigo muy particular, que no tiene inhibiciones en cuanto a relatar lo que vivió, lo que conoció y lo que sucedió”, señala Carlos Rozanski, titular del Tribunal Oral que recibió esa declaración: “Es un tipo de testigo que resulta muy serio, muy creíble y muy valioso. Está más allá de la especulación. En todos los actos de la vida uno tiende a especular, en el sentido de analizar consciente o inconscientemente cuáles son las consecuencias de las cosas que hace o dice. En personas como López lo que se nota es que están más allá de las inhibiciones porque su convencimiento de lo que tienen que decir, por lo que han vivido y por lo que han callado durante toda una vida, supera ese estrés que produce el estrado”.

López declaró ante Rozanski durante tres horas:

–Bueno, ahora vaya a descansar. Muy amable, señor López –le agradecieron desde el estrado. Con su respuesta, el público estalló en aplausos:

–Todas las preguntas y cooperación que necesiten, un servidor.

“Ojalá llegara a todo el mundo y todo el mundo comprendiera que lo que hizo mi viejo es lo que tiene que hacer cualquier ciudadano de este país”, dice Rubén.

“Puso a disposición de la justicia una especie de tesoro de recuerdos”, valora Schiffrin: “Esa es la herencia de López, aunque no quisiera hablar en términos tan finales”.

Además de sus trabajos como albañil en Arana y la vecindad con alguno de los verdugos, un tercer factor hizo que su testimonio fuera preciso y completo: las tareas que asumió en el momento más riesgoso de la militancia.

Foto: Luis Ferraris

“Júzguenme…”

Guadalupe Godoy conoció a López un sábado, en la Modelo. Faltaba poco para el juicio oral. La idea era despejar dudas y repasar el relato, que el viejo hizo hasta el pedido de Patricia: entonces el temblor de su mano se descontroló y tiró el té. En el mismo punto se quebró durante la audiencia oral. “Me enternecí porque lo relacioné con otros testimonios”, recuerda la abogada: “Siempre que los sobrevivientes se emocionan, no es relatando algo que les pasó a ellos. Los momentos de debilidad tienen que ver con el que se quedó”.

Esa mañana López lanzó sus dos preguntas. Una, si Echecolatz estaría ahí. Quería verle la cara. La segunda, si podría hablar de su militancia. “Lo que a usted le haga bien. Si le hace bien decirlo, dígalo, no hay problema”, recuerda haber contestado la abogada: “Después uno rebobina y piensa, qué loco. En el 84 prácticamente no se podía hablar, porque con la teoría de los dos demonios vigente, tenían que fingir que eran pobres inocentes… Cuando me preguntó pensé que este juicio sería distinto en eso: era la primera vez que podían contar la historia con el contenido militante”.

Y López tenía ganas. Ese compromiso guardado lo desbordó cuando escuchó una pregunta del fiscal que apuntaba a su oficio:

–Señor López, ¿usted qué era en aquel momento cuando fue ilegalmente detenido?

–Y… yo cooperaba con los Montoneros. Yo se lo digo derecho: cooperaba con ellos porque fueron los únicos valientes que le hicieron frente a 240.000 tipos, entre policías, soldados, marinos, prefectura, gendarmería… Fueron los únicos 6000 tipos que salieron a la calle… Con orgullo se lo digo, con orgullo. Y sino júzguenme…–propuso López, golpeándose el pecho –Fueron unos cuantos pibes que salieron a defender a la gente, la cúpula de ellos no porque son unos traidores que se quedaron con la plata de la organización, tanto Firmenich como otros.

“Veinte años atrás, muchos sobrevivientes temían que si hablaban de su militancia estarían dando justificación a cosas que pasaron. Es una inquietud lógica: para quienes justifican lo sucedido en la dictadura, hay una relación razonable entre lo que pasó, incluidos los delitos de lesa humanidad cometidos por el Estado, y la militancia”, explica Carlos Rozanski, que estaba frente a él cuando López se animó a contar esa parte de su historia. El juez cree que disipar esos prejuicios es “una de las pocas cosas positivas del paso del tiempo” y esa “evolución de la sociedad generó espacios para que las personas no se avergüencen de haber militado en algún movimiento popular o en un partido determinado, lo cual no tiene nada que ver con el reconocimiento de haber cometido delitos”.

Ni mención había hecho López en su primera declaración, cuando aún pesaban los estigmas de la sociedad. Militante de base, su vinculación con Montoneros se dio entrada la dictadura. Era periférica e informal, pero nada menor: “Eran tareas de inteligencia”, explica Eloy, una de las primeras que supo, en privado, lo que tenía para decir: “Su oficio le permitía colaborar. Le conseguían trabajos por cierto tiempo para relevar zonas o gente”. Así, por ejemplo, le tocó hacer una vereda en 14 y 55, frente a la Brigada de Investigaciones. Gracias a eso, más tarde pudo aportar datos concretos a la Justicia.

Asuaje destaca que “López tenía nombres de un montón de gente, incluso de colaboraciones de civiles como la empresa Guanzetti, que según él daba los camiones para los traslados. Por eso su testimonio era terminante”.

El 17 de septiembre, después de ver Fútbol de Primera, López volvió a preparar su ropa de juicio. Lo colmaba la expectativa de ver en el banquillo de los acusados, al día siguiente, al comisario que dirigió la matanza de sus compañeros. Su mujer estaba acostada y había tomado las pastillas para dormir. Cuando despertó, Tito no estaba. Pero la ropa sí.

El dolor después del dolor

López desapareció, otra vez desapareció, y todo pareció venirse abajo.

La familia y sus compañeros lo buscaron sin éxito. Fueron al Cementerio, por la anécdota tantas veces contada de aquel que zafó de La Noche de los Hornos escondiéndose ahí varios días. Para López era el único sitio seguro. Pero no estaba. Llamaron a los conocidos y nadie lo había visto. Varios participaban de esa esperanza al mismo tiempo que estaban convencidos de que era un secuestro.

“No creo que exista un sólo sobreviviente que, sabiendo lo que nuestras familias pasaron pueda desaparecer sin avisar”, razona Nilda Eloy, aunque comprende los vaivenes del entorno íntimo de López: “Lo que esa familia está pasando no tiene nombre: es el dolor más el recuerdo del dolor. Irene me dijo una vez: es igual que cuando lo agarraron la otra vez. Donde preguntes es no. Todo es no”.

Mientras tanto, el Juicio debía continuar. Una de las abogadas de la querella no pudo alegar porque faltaba el viejo. Siguieron. Varios empezaron a dar entidad a las amenazas que habían recibido. Siguieron. Antes de la condena histórica que López hubiese querido oír, tuvieron que escuchar las palabras de Etchecolatz:

–Yo sé que me van a condenar y no tendrán vergüenza de poder condenar a un anciano enfermo, sin dinero y sin poder. –Con el correr del tiempo, cada palabra del represor tomó otro sentido.

“Ese día todos brindaron por la sentencia. Era durísimo asumir que no estaba”, recuerda Godoy: “Pensar que habíamos obtenido algo histórico, por primera vez en el mundo que un tribunal interno reconoce que existe un genocidio, con todo lo que significó el juicio…”.

La peor sensación los inundó la noche siguiente: apareció un cadáver baleado y calcinado en el Camino Negro de Punta Lara, donde solían tirar sus muertos la Triple A y grupos de la dictadura. Algún policía corrió el rumor de que era el viejo, pero no. A seis meses sigue siendo un NN.

Los organismos de derechos humanos se reunieron con el gobernador y el ministro de Seguridad. Felipe Solá les daba la razón en todo. Ese día, a 23 años del ocaso de la dictadura, se le ocurrió echar a policías involucrados en la represión que seguían en actividad.

El viernes fue la primera marcha: había una multitud, bajo la lluvia, cantando aparición con vida. “Es una película en blanco y negro”, sintió Godoy, descolocada: “Yo vengo de la generación siguiente. Nosotros venimos a reparar todo eso, no a vivirlo otra vez”.

Desapariciones

De aquella historia en blanco y negro parece calcada, también, la falta de respuestas. La investigación pasó de despacho en despacho hasta que la Corte Suprema decidió que se trataba de una “desaparición forzada” y la puso en manos del mismo juez federal que investiga las intimidaciones. El Gobierno tardó meses en asumir esa hipótesis y aún parece impreciso en su búsqueda. Recién a fin de año, mientras un testigo de Escobar estaba desparecido (ver aparte), el Presidente habló de la ausencia de López como un secuestro.

No era descabellado pensarlo así. “Es claro que acá hay un grupo paramilitar o parapolicial o algo parecido que ha intervenido y se lo ha llevado. Es un castigo o una advertencia, evidentemente. Me parece que es cantado”, opina el juez Schiffrin.

Pudo ser un mensaje contra el avance de los juicios. O bien la prevención de aquellos que podrían ir presos en el futuro. En sus testimonios involucró a más de 20 personas y López estaba dispuesto a seguir:

–Si lo llegan a encontrar, llámenme que yo lo voy a reconocer –dijo sobre el gangoso que fusiló a sus compañeros.

Por otra parte, la última etapa de su cautiverio había sido en la 9, la mayor cárcel de presos políticos del país. Y es cierto que el Servicio Penitenciario, capaz de hacer tareas de inteligencia sin control (La Pulseada Nº 40), no ha sido “depurado” de sus resabios de la dictadura. El viejo estaba por presentarse como querellante ante quienes investigan a esa unidad penal. Era una tarea que se había fijado para después del juicio.

También tenía pendiente cobrar una indemnización, tratar su incipiente Parkinson y, sobre todo, festejar su cumpleaños en noviembre: lo ilusionaba poder reunir, por primera vez, familia y compañeros de militancia.

No pudo ser así. Se juntaron en el dolor y en el reclamo, aunque la familia no participara de las marchas que siguen exigiendo la aparición de López.

“No le está pasando a mi papá, le está pasando a todos los argentinos”, dice Rubén y acierta. Otras veces calla, acorde a la decisión de una familia abrumada por el dolor después del dolor.

Los compañeros de ayer y de hoy, mientras tanto, marchan y toman la palabra para recordarlo. Saben que es la única manera de que López no desaparezca una vez más. //LP

 

Tienen que pedir perdón

“Si Julio aparece, tiene que cagarlos a patadas en el culo por hijos de puta, por bocafloja, por irresponsables”, dice Rufino Almeida. No es algo que se le escapa por el enojo: meditó si debe decirlo y pide publicarlo explícitamente.

Almeida habla de aquellos que pusieron en duda quién era López y si realmente estaba desaparecido. “Quiero reivindicarlo como militante, porque realmente es criminal lo que hicieron con él y su familia. Es una total falta de respeto a su actitud de vida”. Y da nombres: el gobernador Felipe Solá, el ministro del Interior Aníbal Fernández e inclusive Hebe de Bonafini, quien tras reunirse con Néstor Kirchner, a diez días de la desaparición, salió a decir: “López no fue militante, hay que investigar su trayectoria”.

Nilda Eloy siente “muchísima bronca”: “No hay ningún testimonio de sus compañeros de cautiverio que pueda hacer sospechar en lo más mínimo. Tampoco la familia Dell´Orto lo acusa, y reconocen que el tipo estaba hecho mierda… Alguna vez aprenderemos a respetar al otro”.

Almeida también cuestiona la ligereza con que Alejandro Incháurregui, titular de la Dirección de Personas Desaparecidas bonaerense, menospreció la hipótesis del secuestro como si la víctima y las circunstancias no dieran para pensarla: “Cuando fuimos a verlo nos dijo: ‘No, el 97% de estos casos son por desvarío, nosotros lo tenemos estadísticamente’. Le pregunté si tenían información sobre la Bonaerense o sobre grupos de derecha y contestó ‘yo no puedo hacer inteligencia’. O nos están mintiendo o ¡estamos al horno! El propio Estado democrático no puede desconocer quiénes son sus enemigos”.

El mayor encono del militante de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos se dirige hacia los secretarios de Derechos Humanos de la Provincia y la Nación, Edgardo Binstock y Luis Duhalde, que “a tres meses todavía decían que la causa tenía que estar en Provincia como búsqueda de paradero. Tuvo que ir en disputa a la Corte Suprema para que pasara a ser una causa federal por secuestro y desaparición forzada”.

–¿Algo te retrotrajo al discurso del por algo será? –preguntó La Pulseada.

–¡Es peor! El «por algo será» lo montaron los dictadores para construir el silencio y el olvido. Pero estos han sido compañeros y tienen un discurso desde el campo popular. Especularon políticamente. Por eso creo que tienen que pedirle perdón a Julio, a su memoria, a su familia y a los militantes que lo acompañamos.

Por su parte, más que ciertos personajes, a Guadalupe Godoy le preocupa que la dubitación sea la actitud del conjunto: “Los mecanismos de la sociedad resultaron los mismos que en la dictadura. Entre las voces de los organismos por un lado, diciendo que era un secuestro vinculado a los juicios, y la duda o Hebe descalificándolo por el otro, muchos sectores se paralizaron”.

 

Un claro documental

Además de las marchas que se multiplicaron en el país con el correr del tiempo, distintos grupos organizan actividades para reclamar la aparición de López y el castigo a los culpables, y respaldar los procesos judiciales por los delitos de lesa humanidad.

El documental Un claro día de justicia es un buen ejemplo. Dirigido por Ana Cacopardo e Ingrid Jaschek y producido por Paula Bonomi, está dedicado al juicio a Etchecolatz y se presentó al cumplirse tres meses de la desaparición de López.

“Desde que me entero que existe ése hombre, no hubo un día que no lo pensara. Estuvo. Es raro de pensar que conocés a alguien cuando nunca lo viste, pero pasa eso”, dice Mariana de Marco, la hija de Patricia y Ambrosio, en el bloque abocado al testigo desaparecido, sin duda el más emotivo de un audiovisual muy bien narrado, realizado desde la Comisión Provincial por la Memoria. Otros tramos están dedicados a la experiencia de Nilda Eloy y al caso presentado por “Chicha” Mariani.

 

El caso Gerez

El 2006 estaba por terminar lleno de incertidumbre cuando el panorama se nubló aún más. El 28 de diciembre se supo del secuestro de otro albañil, otro testigo contra un represor de la Bonaerense, otro ex militante del peronismo en los ’70.

Luis Gerez venía de reiterar su testimonio en la Cámara de Diputados, en abril, para impedir la asunción de Luis Abelardo Patti, a quien reconocía como uno de los policías que lo torturaron en la Comisaría de Escobar.

La pertenencia de Gerez a «Pensar Escobar», una agrupación enrolada en las filas del kirchnerismo, parecía aclarar el caso: era un mensaje para el Gobierno.

Los organismos de derechos humanos convocaron a la calle y las autoridades, en alerta, improvisaron un “comité de crisis” como el que nunca se instrumentó para buscar a López. Según fuentes oficiales, se dispusieron 3.000 efectivos de fuerzas federales. Al día siguiente Kirchner habló en cadena nacional de “elementos paramilitares o parapoliciales, que quieren amedrentar y lograr su objetivo de mantener la impunidad”. El Presidente anunció que no torcería el brazo ante las extorsiones y la Justicia seguiría su curso. Poco después se conoció la liberación de Gerez en la periferia de Garín. Y empezó el circo.

Varios funcionarios que se congregaron en el hospital mientras lo atendían, adjudicaron la liberación de Gerez a la firmeza de ese discurso. Después, lógico, aparecieron voces que hablan de un show montado para favorecer al oficialismo. La causa quedó en manos de una fiscal cercana al pattismo que se dedicó a investigar a la familia. Meses después no hay ni un imputado.

Cualquiera fuese la verdad, lo ocurrido en Escobar impactó sobre el caso López. “A mí me puso loca cuando dijeron que lo habían torturado”, reconoce Guadalupe Godoy: “hasta ahí no me había puesto a pensar si al viejo…”. Nilda Eloy notó cómo se reproducían figuras del pasado: “Hoy tenemos un desaparecido, un liberado y los cuerpos NN –en referencia al cadáver de Punta Lara–. Si alguien quiere dar un mensaje que emule a la dictadura, lo está dando plenamente”.

“Yo lo que puedo decir es que se actuó las primeras 48 horas como no se actuó con mi viejo”, dice Rubén López: “El trámite, esa rapidez, toda la gente que lo salió a buscar: esa presión sirvió. Lo que no hicieron con mi viejo…”.

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