Parando en todas

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120-Chaves-Transiberiano
Ilustración Dani Lorenzo

Un viaje en tren le sirve a nuestro amigo Gonzalo Chaves para hilvanar, en un relato que mezcla realidad y ficción, temas tan dispares como la mendicidad en los vagones, las contradicciones en las políticas ferroviarias, los inmigrantes de los países vecinos, el recorrido del Transiberiano, el frente oriental durante la Segunda Guerra, las vanguardias artísticas soviéticas y hasta las murgas que pelearon por la vuelta del carnaval. 

Por Gonzalo Leónidas Chaves

Viajaba en el Ferrocarril General Roca de La Plata a Constitución cuando recibí un mensaje de texto: “Querido comandante: cuando te levantes, entre serpentinas, papel picado y vómitos de tu cumple, decime cuáles son las coordenadas para esta tarde. Acabo de subirme a un tren en algún lugar del conurbano con rumbo al centro de Buenos Aires. El convoy es la viva reproducción del último expreso a Novosibirsk escapando del Frente Oriental en el invierno de 1941. Por favor, sé preciso, tengo resaca. Iñaki”. El día anterior había festejado mi cumpleaños. Me acosté tarde y me levanté temprano. Viajaba a la Capital dormitando en un tren sin calefacción, con ventanas rotas y gente parada en los pasillos. El frío sobre ruedas del invierno sudaca sólo se soportaba por el calor humano y los abrigos que nadie se sacaba de encima. Apenas arrancó el convoy comenzó a desfilar por el vagón una troupe de personajes dispuestos a convencer al más descreído de los cristianos. Primero pasó el vendedor de chipa con un canasto de esterillas sobre su cabeza, caminando erguido como una espiga de trigo. Tras él, llegó un robusto hombre, que se paró en medio del pasillo y desgranó virtudes sobre una pomada china. Vestía una camisa floreada de mangas largas. El sanador se arremangó y frotó el ungüento sobre el antebrazo para demostrar cómo se aplicaba. Dolor de reuma, torceduras, hinchazones, esguinces, golpes de aire, menos la lepra curaba todos los males. La pomada se ofrecía en una cajita redonda de lata con dragones rojos impresos en la tapa. Preguntó quién tenía interés en comprar y varias manos se alzaron. Después pasó una nena vendiendo alfajores Capitán del espacio. Fue dejando el producto sobre las faldas de los pasajeros, primero por una fila de asientos y después por la otra. En la segunda pasada recogió el dinero de los que compraron y se marchó. Tampoco le fue mal. Un joven alto y flaco, con la cabeza rapada, mostraba un certificado médico que corroboraba que estaba infectado de HIV. Contó su historia dura y trágica: se sentía discriminado y nadie quería emplearlo; el Estado no lo protegía y por eso se vio en la necesidad de acudir a la caridad pública. Pidió unas monedas no sólo para él sino también para un grupo de chicos que, según dijo, agonizaban en el hospital público. Apenas traspasó el vagón se dejaron escuchar los acordes de una guitarra. Un hombre ciego, acompañado de un chico que oficiaba de lazarillo, arrancó cantando: “Puedo morir mañana después de amarte, de haberte conocido y de abrazarte”. La canción de Armando Manzanero corrió como río de montaña. Al finalizar estalló un aplauso sostenido y cuando pasó el sombrero el pasaje fue generoso. El desfile parecía no tener fin. Un desesperado caminaba de una punta a la otra del vagón repitiendo a grito pelado: “¡Me tienen que ayudar, me tienen que ayudar! Esta mañana me caí en la calle, no tengo para comer, estuve internado en el Borda y me dieron el alta. Trabajé en la Radio La Colifata pero ahora nadie me emplea”. De momento parecía un actor. Creo que estaba loco y trabajaba de loco. Se presentó después un grupo de veteranos de Malvinas. Vestían ropas militares desflecadas y boinas negras donde lucían escudos del regimiento en el que habían prestado servicios. Uno de ellos enarbolaba la bandera argentina. A cambio de monedas, ofrecían imanes con la imagen de las islas pintadas de celeste y blanco. Usados durante la guerra y abandonados por las Fuerzas Armadas, según denunciaban, tenían que mendigar para sobrevivir. Realidad y ficción eran pasajeras del mismo tren. Cuando llegamos a la estación Guillermo Hudson la formación se detuvo y un grupo de mujeres se las arregló para descender con los grandes bultos que transportaban. Apenas el tren volvió a emprender la marcha, un muchachón le arrebató el celular de las manos a una chica que volvía de la universidad y se largó con el tren andando. Otro pasajero, indignado por el atropello, se asomó por la ventanilla y le gritó al ladrón: “¡paraguayo!”. Sonó como un estigma. El pícaro que trotaba acompañando la marcha y blandiendo el teléfono como un trofeo, le contestó sonriendo: “boludo, soy argentino”. Éste no sería el Transiberiano rumbo a la ciudad rusa de Novosibirsk en la Segunda Guerra Mundial, pero se le aproximaba. Para mi el cuadro estaba más emparentado con la Corte de los Milagros, barrio parisino frecuentado por mendigos, malandrines y prostitutas durante la Edad Media, sitio que Víctor Hugo describe en el libro Nuestra Señora de París.

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Busqué en todas las librerías de viejo de la ciudad y no pude encontrar el ejemplar de Nuestra Señora de París publicado en Madrid por Alianza Editorial. Dispuesto a informarme consulté a Flor, una amiga que trabaja en la biblioteca de la Universidad de La Plata. Nos sentados en cómodos sillones de cuero y la bibliotecaria fue citando el texto: parece que todas las ciudades medievales, hasta el reinado del monarca Luis XII, en 1515, tenían sus lugares de asilo. Eran especies de islas que se declaraban por encima del nivel de justicia humano. Todo ladrón o criminal que entraba en ellas quedaba a salvo. Había en cada ciudad tantos lugares de asilo como patíbulos. El palacio del rey, la residencia de los príncipes y sobre todo las iglesias tenían derecho de asilo. En cuanto el reo o perseguido ponía un pie en esos lugares se constituía en una persona sagrada, pero debía cuidarse de salir. Si daba un solo paso fuera del santuario, el peso de la ley caía sobre él. Las iglesias solían tener una celda preparada para los refugiados. En el París medieval uno de los más populares de esos sitios fue la Corte de los Milagros.

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Resultaba difícil descansar con el ir y venir de los vendedores ambulantes. Como no podía dormir, me puse a observar a los pasajeros. Una familia de chilenos recién llegados al país conversaba animadamente. Contaban que en un santiamén habían pasado de Santiago a Mendoza cruzando la cordillera, pero llegar a Buenos Aires les costó más. Se vinieron desde los Andes a la Capital en ómnibus. Ahora, sumando kilómetros en el tren suburbano, comentaban: “Con razón son tan cachetudos los argentinos, harto sitio tienen”. En la otra punta del vagón, sentadas en asientos enfrentados, un grupo de cochabambinas viajaban cargando bolsos con limones, ají locoto, yuca, plátano verde, ají amarillo, cilantro, Jengibre, cebolla morada y ulluco, esa papa pequeña salpicada de brotes rojos y amarillos que crece en la falda de las montañas, a dos mil metros de altura. Subieron en la estación de Ezpeleta y bajaron en Quilmes para ocupar sus puestos de vendedoras en las puertas de los supermercados Coto, Walmart, Carrefour, Jumbo y Disco. Seguramente a más de uno de nosotros nos costará reconocer en ese grupo de mujeres de piel morena y ojos almendrados a las descendientes de una de las culturas más ricas de América. Dos mil años antes de Cristo, existió la nación Aymara, una sociedad preincaica que se expandió en lo que es ahora Bolivia, parte de Chile, parte de Perú y norte de Argentina. Comprendía casi todo el altiplano denominado meseta del Collao hasta la costa del Pacífico. Su ciudad principal fue Tiahuanaco, ubicada en la margen sur del Lago Titicaca, a 3.885 metros sobre el nivel del mar. Entre otros monumentos de piedra, alberga la mítica Puerta del Sol. Se calcula que en el año 1000 después de Cristo cobijaba unos 100 mil habitantes.

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En una hora y veinte minutos de viaje llegamos a Constitución. Caminando por el andén me encontré con un amigo, maquinista del ferrocarril, que hacía tiempo que no veía. El fraternal es descendiente de Errico Malatesta, un histórico dirigente anarquista, y carga con orgullo su apellido. Fuimos a tomar un café y charlamos. “No hay duda de que el servicio mejoró mucho –me dijo–. En los noventa era poco frecuentado, totalmente inseguro y sin horarios. Hoy lo usan miles de personas por día. El viaje desde La Plata hasta Constitución tiene una frecuencia de 24 minutos”. “¿Y la maquinaria cómo está?”, le pregunté. “Las locomotoras –me contestó– son modelo GT22CW, con motor General Motors diesel de 1910 caballos de fuerza. Pueden desarrollar una velocidad de 120 kilómetros por hora, sólo se los impide el estado de las vías. El costo del pasaje es accesible. Para realizar el mismo viaje en ómnibus hay que pagar cinco veces más. Mejoró la frecuencia y los vagones están mejor. Sin embargo el servicio aún deja mucho que desear. Los hombres del riel siempre nos preguntamos: ¿por qué todavía no lo electrificaron? En los años cuarenta funcionaba mejor que ahora. Parece que el mundo también puede marchar para atrás, cuestionando el mito positivista del progreso continuo”. Cuentan que Rodolfo Walsh vivió casi ocho años en La Plata. Todos los santos días viajaba en tren a Constitución. En 1944 ingresó a trabajaba en la Editorial Hachette de Buenos Aires. En el trayecto aprovechaba para corregir las pruebas de galera. Así surgió el cuento Aventura de las pruebas de imprenta, que forma parte del libro Variaciones en rojo, cuya primera edición por Hachette es de 1953. Un hombre es muerto y la pista que lleva a identificar al asesino es un viaje de ida y vuelta de Constitución a La Plata, donde la víctima, empleado de una conocida editorial, aprovechaba el viaje para corregir pruebas. El relato policial se ilustra con un horario de trenes del año 1954. El recorrido Constitución-La Plata, con paradas intermedias, tardaba una hora y 6 minutos; el rápido solamente 45 minutos. En 2013, parando en todas, le pone una hora veinte y el rápido, una hora cuatro minutos. Nuestro fraternal amigo siguió contando: “El 1º de marzo de 1948, el gobierno de Juan Perón nacionalizó los ferrocarriles. La red ferroviaria argentina, con sus 47.059 kilómetros de vías, era una de las más extensas del mundo. Su trazado convergente en el puerto de Buenos Aires era uno de los principales instrumentos de dominación del imperio británico sobre Argentina. Constituía la prolongación de la ruta de la marina inglesa sobre el territorio nacional. La oposición política de izquierda y los conservadores criticaron en su momento la compra aduciendo que se había adquirido fierro viejo a un precio exorbitante. Los hombres de FORJA (Fuerza de Orientación Radical para la Joven Argentina) contestaron que, al nacionalizar el servicio, Perón había comprado soberanía. Cuentan que en aquel entonces un amigo le preguntó a Scalabrini Ortiz, uno de los hombres de FORJA que desnudó en sus libros la política británica en el Río de la Plata: ‘Raúl, ¿no vas a estar presente en el acto de nacionalización?’. ‘Me invitaron de presidencia –contestó–, pero cómo voy a ir si a una línea le pusieron Bartolomé Mitre, a otra Sarmiento y a otra General Roca’. El desmantelamiento de la red ferroviaria comenzó durante el gobierno de Arturo Frondizi, en 1958, con la implantación del Plan Larkin, nombre de un general yanqui contratado como asesor. Se acentuó durante la dictadura del 76 y se terminó privatizando en los noventa, durante el mandato de Carlos Saúl Menem. Lo nacionalizó un gobierno peronista y lo privatizó otro peronista, pero de otro signo. En 2014, el Estado se quedó con el Ferrocarril Sarmiento y concesionó las otras líneas de pasajeros. Colados en la tarea de recuperar el transporte público, los ‘próceres’ siguen usurpando la soberanía”.

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En una oportunidad, junto con el vasco Iñaki fuimos a comprar un pasaje a Eldorado en una agencia que nos recomendaron, ubicada en el barrio de Constitución. El local, instalado en el segundo piso de una galería comercial, funcionaba debajo de una escalera. Cuando subimos nos encontramos con un afiche pegados en la pared que anunciaba: “reserve su pasaje para el Transiberiano”. Nos miramos asombrados y, cuando el empleado nos atendió, de mutuo acuerdo cambiamos de pedido. “Queremos hacer una reserva para el Transiberiano”, le dijimos, “¿nos puede informar sobre el servicio?”. Se tomó todo el tiempo para explicarnos. “El Ferrocarril Transiberiano –contó– une Moscú con la ciudad de Vladivostok, ubicada frente al Mar del Japón. Es el servicio ferroviario más largo del mundo. Tiene una extensión de 9.288 kilómetros y en su trayecto atraviesa ocho zonas horarias. El recorrido total dura siete días y seis noches. Se pueden realizar tramos. El más usado es Moscú-Novosibirsk, ciudad conocida como la capital de Siberia, y para llegar allí recorre 3.335 kilómetros. El Transiberiano está totalmente electrificado y la mayoría de las formaciones tienen más de 500 metros de coches de pasajeros. Parten de la estación ferroviaria Yaroslavsky de Moscú. El mismo tren tiene dos servicios con distintas comodidades y precios. Uno con asientos tapizados que se reclinan hasta convertirse en camas, distribuidos en compartimientos con dos o cuatro literas. El otro con asientos de cuero o de plástico, también reclinables como camas, ubicados en compartimentos de cuatro o en coches sin divisiones. ¿Ustedes en qué fecha pensaban viajar?”, nos preguntó el agenciero. “En el verano del hemisferio norte”, contestamos al unísono. Nosotros no pensábamos ni teníamos recursos para semejante viaje, pero igual formalizamos una reserva previa. Fue una ocurrencia del momento.

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El comentario del vasco sobre las semejanzas del tren suburbano con el repliegue de las tropas rusas en la Segunda Guerra Mundial no era tan disparatado. Un matrimonio de ex militantes de izquierda, que después de jubilarse se dedicó a recorrer la ex Unión Soviética en tren, contó en una sobremesa de amigos: “El frente oriental se abrió en 1939, cuando la Alemania nazi invadió Polonia, dando inicio a la Segunda Guerra Mundial. La Unión Soviética denominó a ese enfrentamiento la gran guerra patria. El frente abarcaba el centro y el este de Europa y se cerró cuando las tropas rusas tomaron Berlín en el 45. Fue el territorio donde se libraron los mayores enfrentamientos. En esa lucha perdieron la vida 27 millones de soviéticos, 6 millones de alemanes y aliados del eje, como así también 6 millones de polacos, más de la mitad de ellos judíos. Las tropas alemanas, después de pasar por Minsk y Kiev, en octubre de 1941, cercaron la ciudad de Viazma. Dentro del brete quedaron atrapados dos ejércitos soviéticos completos. La resistencia fue tenaz. Los alemanes creían que sus enemigos se iban a entregar en masa pero ocurrió todo lo contrario. Las fuerzas del eje lograron tomar prisioneros a 514 mil soldados del Kremlim, capturando también 5 mil cañones y 1.200 tanques. La captura de Smolensk y luego de Vazma marcó el inicio de la campaña alemana sobre Moscú”.

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Después de 45 minutos de andar sobre las vías del Roca me siento como un ciudadano del ferrocarril. Cuentan que un loco, que viajaba apurado por llegar a destino, veía pasar en forma vertiginosa por la ventanilla, uno tras del otro, los postes del telégrafo. Entusiasmado por la velocidad con la que se sucedían, comentó: “Al regreso me vuelvo en palo”. Viajar metido en un tren es como penetrar en el agujero negro del espacio. Un campo gravitacional de tal magnitud que provoca una singularidad envuelta por una superficie cerrada -que los científicos denominan horizonte de suceso dentro de la cual se trastocan los criterios de espacio y tiempo. Una aventura donde hechos y protagonistas se cruzan sin ningún orden. En el verano de 1911 el poeta y dramaturgo ruso Vladimir Maiacovski se trasladaba en ferrocarril desde la ciudad de Sarátov a Moscú. Viajaba acompañado de una amiga a quien le quiso demostrar su falta de peligrosidad y le dijo: “No soy un hombre, soy una nube en pantalones”. Sobre esa frase, dos años después, Maiacovski construyó un poema y se lo dedicó a su enamorada Lili Brick. El poema nombrado tenía la impronta de la movida vanguardista de los inicios del siglo XX. El joven bardo nacido en Georgia cumplía 19 años cuando, junto con Velmir Jióbnikov, Aiekséi Kruchónyj y David Burliúk, lanzaron el manifiesto futurista La bofetada al gusto público, que dio nacimiento al movimiento, en 1912, en la Rusia zarista. Maiacovski había ingresado en 1908 al Partido Socialdemócrata Ruso, sumándose a la fracción bolchevique. Antes de cumplir los 18 estuvo dos años preso por su militancia. En el diecisiete fue protagonista de la Revolución de Octubre y un activo propagador de sus ideas desde el campo cultural. Años después, junto con el artista visual Aleksandr Ródchenko, montaron un emprendimiento que abarcaba la publicidad y el diseño gráfico. Durante dos años de trabajo crearon más de 150 propuestas publicitarias, afiches, publicaciones, packaging y objetos. La antología poética de Maiacovski, editada por Losada en Argentina, tiene en su tapa una ilustración de Ródchenko, artista polifacético y uno de los fundadores del constructivismo ruso.

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Por la tarde por fin nos encontramos en La Plata con Iñaki, las coordenadas habían funcionado. Él viajaba para Misiones recién al otro día, así que tuvimos tiempo de cenar juntos. Fuimos a comer a un restaurante del barrio de Los Hornos, bautizado El Ourense. No es el único lugar dedicado a la cocina boliviana, hay otros. Nacieron a impulso del crecimiento de la comunidad. Hay unos 30 mil bolivianos y bolivianas residiendo en la región de La Plata, Berisso y Ensenada. En la casa de comidas del país hermano conocimos a un paceño que estaba de paso por la ciudad y lo invitamos a cenar con nosotros. Nos contó que andaba por aquí, invitado por la Universidad Nacional de La Plata, para dar unas charlas tituladas Bolivia: pluralidad, diversidad y autonomía. Nos dijo que se llamaba Alvaro Condorcanqui, licenciado en filosofía y ciencias políticas en la Universidad Autónoma de México y uno de los fundadores del Grupo Comuna. Según manifestó el licenciado, el grupo de intelectuales andinos abreva en el pensamiento de Antonio Gramsci y Juan Carlos Mariátegui. Están soñando a Bolivia parados en el día antes de la conquista. En el diálogo suscitado, compartimos el relato de una historia común: “Mucho antes de la independencia, cuando Buenos Aires todavía era una aldea, el territorio del Alto Perú contaba con una de las primeras casas de altos estudios de América: la Universidad Mayor Real y Pontificia San Francisco Xavier de Chuquisaca, fundada por la orden de los jesuitas el 27 de marzo de 1624. La casa de altos estudios está ubicada en Sucre, localidad que antes se llamó Ciudad de La Plata. En sus aulas se formaron los patriotas de la Revolución de Mayo, Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo, José Ignacio Gorriti, Juan José Castelli y otros. Uno de los primeros gritos de libertad fue lanzado en Chuquisaca el 25 de mayo de 1809. Un año después, en el mismo día y el mismo mes, Buenos Aires lanzaba su proclama emancipadora”.

Pedimos un pique macho para tres y lo acompañamos con cerveza Paceña. Dio para charlar largo y tendido. Cuando la conversa se enfrió, nos levantamos y salimos. Nos despedimos en la puerta del Ourense. A metros una murga ensayaba sus pasos en la calle. En el cartel que se agitaba al ritmo de los redoblantes se leía Parando en Todas. Se trataba de una de las formaciones platenses que bregaron por la vuelta de los feriados de carnaval. Durante catorce años marcharon por las calles de la ciudad reclamando. En ese acontecer las murgas se fueron multiplicando, nacían unas y desaparecían otras: Los Farabutes del Adoquín, Tocando Fondo, Los Sospechosos del Barrio, Sudestada, La Flor de Campamento, Quemando Mandinga, Al Toque, Los Viajeros del Humo, Parando en Todas, Desafiando el Futuro, Muy Despacito, Descarrilados del Compás, Los Divorciados de la Mufa, Silbando Bajito y también cuerdas de tambores como Tambores Tintos y La Cuerda. Para apagar la alegría de la fiesta pagana, los milicos sacaron los feriados y desalentaron los festejos. En algunas provincias el arraigo cultural era tan fuerte que logró mantenerse igual, con feriados incluidos; en otras directamente se prohibió. El reclamo, sumado a la persistencia de los sectores de la sociedad involucrados en el quehacer carnavalero, dio sus frutos. En 2010, por un decreto del gobierno de Cristina Kirchner, se restituyeron los feriados del lunes y martes de Carnaval en todo el país. La democracia, lenta para algunas cosas, tardó 27 años para considerar este bien cultural. Será necesario seguir insistiendo en que no sólo de pan vive el hombre.

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