El legado de Cajade

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Néstor Enrique creció en la obra fundada por el cura y esperaba una relocalización en la urbanización de Los Hornos. Ocupa la casilla que antes él mismo había levantado para su madre. (*)

Por Pablo Spinelli
Fotos Gabriela Hernández

Nota de la edición especial 20 años

Los Enrique son una especie de linaje en el Hogar de Cajade. La mayoría de los hermanos pasó por las casitas de Villa Garibaldi o fue a Chispita, el centro de día que la obra tiene en Los Hornos, barrio donde crecieron todos. Matías y Fabio fueron de los primeros que trabajaron en la panadería del Viejo Pepe, uno de los emprendimientos productivos de la obra. Mara es educadora en el Hogar y Rocío es una aguerrida referente barrial que pelea a diario en la organización popular de uno de los sectores de la toma del ex Club de Planeadores. Jairo y Néstor le pusieron rap a su crianza con el dúo VGH que se presentaba en el Hogar y cerraba las marchas de “El hambre es un crimen”.

Mónica, la mamá de todos ellos y de otros nueve hijos, es una de las vecinas que fue relocalizada y habita una vivienda de madera con un patio adelante, donde los domingos suele juntarse a comer con parte de la familia. Antes había estado en otra casilla levantada por Néstor en un sector que está reservado al espacio público. No hay más de 300 metros entre uno y otro lugar, pero la distancia formal es mayor y marca la diferencia entre tener o no tener un lugar ya confirmado para vivir dentro de la urbanización.

Néstor –Nael para quienes lo recuerdan de la etapa con el dúo rapero y “Pale” para los vecinos del barrio– espera que le toque el turno de la reubicación. Se instaló con su mujer Ayelén y sus dos pequeños, Elías y Juliana, después de la mudanza de su madre. Sale al encuentro de La Pulseada con la misma bicicleta con la que todas las madrugadas viaja hasta el cementerio para tomar el micro a City Bell, donde trabaja.

Y guía la llegada hasta su casa en el sector del predio donde las calles son más irregulares. “Acá cada uno fue demarcando un pedazo de tierra y así quedaron las calles, mirás esto con un drone y están todas torcidas”, se ríe. La casilla que habita tiene una parte de madera y otra de chapa y él asegura que los días de lluvia no tiene más inconvenientes que el barro en las calles. “Tengo una sola gotera”, cuenta.

Tiene 24 años y pasó la mitad de su vida en el Hogar. Cuando era chiquito iba a Chispita y a los 7 conoció a Cajade. “Un día fui a ver a mis hermanos mayores al Hogar y el cura me dijo si me quería quedar, y me quedé”. Aquella decisión le permitió hacer la escuela en el Normal 2 y disfrutar de “una infancia feliz” con el resto de los pibes. “Nunca me faltó nada, siempre tuve comida, ropa nueva y podía jugar”, recuerda.

Pero tampoco perdió de vista la pobreza. “Yo crecí en un barrio como este, por lo que estoy acostumbrado a la mirada de afuera”, piensa, cuando habla de la estigmatización. “Yo soy pobre y toda la vida lo voy a ser. Si no lucho me voy a quedar igual, tengo que salir adelante. Esa es la ideología que saqué del Hogar. Y ese modo de pensar siempre me ayudó”, analiza.

Perder la contención del Hogar a los 19 años cuando se fue marcó el inicio de una etapa compleja. Volvió a Los Hornos y estuvo solo un tiempo. “Hacía la mía”, dice sin dar más detalles sobre aquel momento que se adivina oscuro, hasta que conoció a Ayelén. “Quedó embarazada y ahí es como que me asenté un poco”. Justo en ese momento comenzaba la ocupación del viejo aeródromo, un descampado por el que cuando era niño solía merodear para ver a los planeadores.

Mónica -la mamá de Néstor- y su familia, en la casilla que levantó después de la relocalización.

“Un día yo veía que había gente que pasaba con palas y chapas así que vine a ver y ya estaba todo tomado. Después vinimos con mi señora en bici y nos contactamos con unos pibes que manejaban todo acá y nos dieron este pedazo de tierra”, dice y abre los brazos hacia el alambrado que delimita el lote.

Armó la casilla como pudo y pronto empezó a palpar la dinámica del barrio. Cuenta que hay muchas casillas que están vacías y muchos son paraguayos o bolivianos dedicados a la construcción. Uno de ellos es el que le habilitó el trabajo que tiene ahora y le permitió salir de la fábrica de sánguches de miga donde se sentía explotado.

La esperanza de la reubicación está presente porque lo censaron apenas comenzó la toma. “A veces pasan del Ministerio, porque tienen las oficinas acá nomás. Así que estoy esperando, algún día se dará”, dice. “Mis expectativas son las de seguir adelante como padre, con mi familia y que siga la posibilidad de trabajar”.

Néstor sabe de la precariedad en la que vive, pero no se desanima. “Ojalá todos podamos tener el derecho de acceder a una vivienda. Y que el Estado nos dé bola, que esto se organice para que no se convierta en una villa o un asentamiento feo”, es su demanda.

Y no descarta la posibilidad de volver a expresarse a través de sus letras de rap. Aunque VGH, el dúo que tenía con su hermano Jairo está desactivado, a fines de marzo lograron grabar uno de los temas y él nunca dejó de escribir. “Me motiva el barrio. Lo que veo. Salgo de acá en bici, me voy hasta el Cementerio y por ahí veo un nene en la calle y me queda en la mente y después voy y escribo sobre eso, sobre la necesidad”. Para él hay ahí un “don”, algo que viene de su crianza con los educadores del Hogar. “Todavía me sorprendo porque me siento a escribir y digo ‘cómo hago para hacer esto’, pero me sale naturalmente. Creo que es otra cosa buena que saqué del Hogar y del grupito de amigos con el que compartíamos la pieza”.

(*) Semanada más tarde a la realización de esta nota, Néstor fue reubicado en un lote apto para viviendas. La casilla en la que vivía fue ocupada por otra familia.

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