El guardián de Plaza, un cuento de Cháves

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El escritor y militante Gonzalo Leonidas Chaves comparte con La Pulseada una de sus ficciones.

Por Gonzalo Leonidas Chaves              

Foto Gabriela Hernández                                                                      

Le faltaba una pierna, esa ausencia lo tenía mal. No sólo porque le impedía caminar, estaba muy mal también porque la mutilación le limitaba la libertad para pensar. Una herida mal curada en la rodilla le produjo una gangrena, le tuvieron que amputar la pierna de urgencia para salvarle la vida. Nunca supimos a ciencia cierta qué la había pasado. Entre sus amigos se comentaba que en un momento turbio de su vida se ligó con una banda de malandras que operaba mejicaneando camiones de transporte. Robaban ropa y zapatillas de marca, computadoras, celulares y otros objetos que pudieran manipular con facilidad. Sustraían la carga y la vendían a través de una red de reducidores organizados con anterioridad. Se desasían del cuerpo del delito lo más rápido posible, quedando limpios para el próximo atraco. En un enfrentamiento con la Policía, recibió un disparo en la pierna que lo inmovilizó. Al no poder acudir a un hospital por razones obvias, fue mal curado y terminó clínicamente complicado.

Había pegado una vuelta de página a ese tramo de su existencia. Ahora trabajaba de Guardián de Plaza, era lo mejor que consiguió en su condición de lisiado. Un empleo municipal que le aseguraba una entrada por mes, obra social y una futura jubilación. Tenía su refugio en un depósito del parque, con visión sobre todo el territorio que debía custodiar. Los elementos que tenía al alcance de su mano para realizar la tarea eran un par de muletas, un silbato y una jauría de perros que alimentaba e instruía para que lo ayuden frente al acoso de los humanos depredadores. Cuando tenía que ponerle límites a alguien que pretendía cortar una flor de los canteros, lo alertaba con un silbato. Si estaba muy lejos y no lo escuchaba o se hacía el sordo, enviaba un par de cachorros que a los ladridos ponía en evidencia el propósito del depredador. Para cumplir con sus obligaciones en forma eficiente, se había hecho fama de viejo malo y osco, sin embargo en el fondo era un tierno. Quería y cuidaba mucho a sus animales. Los mimaba y los instruía. Sabían bailar en pareja y jugar al fútbol. Era la mayor atracción de los chicos que colmaban la plaza los domingos. Con el dinero que recaudaba de las actuaciones compraba comida para los canes y telas para confeccionar la ropa de perros y perras bailarinas. Faldas para las hembras, camisas y pantalones para los machos. Los chicos lo llamaban cariñosamente el viejo de los perros. En la plaza se hizo cargo de sus responsabilidades, era su trabajo, vivía de eso, carecía de otra entrada. No era mucho lo que ganaba, pero tampoco eran cuantiosos sus gastos.

Pasaba el día sentado y desplazándose de un lado para otro en la silla de ruedas. Aprovechaba las horas de menor concurrencia de chicos para leer y escribir. Amaba el  Policial Negro, de los clásicos había devorado todo Raymond Chandler. De los escritores argentinos que transitaban el género tenía preferencia por Alberto Laiseca. Del policial brasileño lo atraía Rubem Fonseca, no sólo por sus novelas, estaba fascinado también por la vida personal del autor, un comisario de la policía de Río de Janeiro en situación de retiro, devenido en novelista de oscuras historias del hampa carioca. A los doce años comenzó garabateando sobre cuadernos Rivadavia del secundario. Fue alumno de La Legión cuando funcionaba en Plaza Malvinas, en las abandonadas instalaciones del Regimiento 7 de Infantería. La secundaria se llamaba Media 2, pero nadie la conocía por ese nombre. El apodo de Legión le vino en referencia a la conocida Legión Extranjera de las películas francesas. La escuela en algún momento supo cobijar a los repetidores de todos los secundarios, el nombre le quedó como un estigma. Cursó hasta quinto año, no pudo terminar. Lo expulsaron de la escuela junto con el grupo de amigos. Los echaron porque un día en los ’80, aburridos y hastiados bajaron la bandera argentina que flameaba en el centro del patio, la recogieron e izaron otra fabricada por ellos. Un paño negro con dos huesos cruzados y una calavera en el medio. El más grande del grupo tenía 16 años, el más chico 14, fue demasiado. El guardián, ahora aferrado al recuerdo de ese gesto de rebeldía, atesora como souvenir de su juventud una antigua hoja de afeitar Gillette, que lleva estampada la inscripción Legión Dorada.

Siempre había imaginado tener tiempo en su madurez para poder escribir sin apremios. Ahora lo tenía, pero la ausencia de su pierna le cercenaba la posibilidad de realizarse plenamente. Por correspondencia se sentía un escritor mutilado. El trabajo de placero no lo ayudaba para concentrarse en la escritura. La veta literaria se le fue apagando. La escritura renació una mañana cuando aparecieron en el parque dos perros degollados, colgados de la rama de un árbol. El dueño de los cachorros era un vecino que se acercaba por las tardes a conversar. En la plaza y los alrededores se sospechaba de un oficial de la policía bonaerense jubilado, que vivía casa por medio y había tenido algunos altercados con los perros. Las historias que se tejían eran muchas e increíbles. Los mataron por odio decían, fue una mujer despechada. Lo más osado que se escuchó decir fue la versión de que se trató de un rito satánico, una ofrenda para calmar la ira de los dioses. Tenía una buena historia para retomar la escritura. Esperó que se aquietaran las aguas y con paciencia armó el relato. Fue la mejor novela que escribió en su vida. La primera edición se agotó en las librerías. Al año, días después de lanzar la segunda edición, falleció en forma repentina, una aneurisma le puso fin a sus días. Los amigos del secundario lo acompañaron siempre, cuando tenía dos piernas y cuando tenía una, ahora que daba lo mismo tener una que dos, también lo bancaban. La jauría con el tiempo se dispersó. Por la diagonal 74, la caravana compuesta por un grupo de amigos y un pelotón de perros lo acompañó al Cementerio de La Plata. Con ese humor sarcástico que lo caracterizaba, siempre decía que cuando falleciera iba a tener su segundo entierro. El primero fue el día que inhumaron su pierna izquierda amputada, ahora le tocaba descansar bajo tierra al resto del cuerpo.

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