Se viene el agua

In Inundación, Opinión y análisis -
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20130418-BarroAdSLEsteban Rodriguez —abogado, docente, investigador e integrante del CIAJ— habla de “continuidades y contradicciones irresueltas”. Inundaciones que se repiten. Preguntas sin responder. Una mirada sobre las inundaciones con literatura, cine y política.

«El agua estaba muy alta y ellos aparecían abandonados sobre un mar infinito.

Sin embargo, con el agua alta y el cielo cubierto, los ruidos sonaban más próximos.»

«Él era, en este momento, el centro de ese mundo anegado por las aguas. Un sobreviviente. El silencio y la noche, y las aguas desbordadas y la soledad de aquel río semejante al mar venían a morir alrededor de él.»

Haroldo Conti, en Sudeste.

 

Por Esteban Rodríguez

David Viñas decía que El Matadero de Esteban Echeverría era la metáfora mayor de la política argentina. No sólo es una de las piezas fundacionales de la literatura, sino que con el paso del tiempo se convirtió en el relato de rigor para interrogar las continuidades y contradicciones irresueltas.

Recordemos: el cuento se inaugura con una tempestad. Una tormenta de oscuras dimensiones se acerca y empieza azotar la ciudad. Parece un “nuevo diluvio”. La “lluvia copiosa” rebalsó los ríos que ya no encontraban su curso natural alcanzando lo que hasta entonces se consideraba un desierto. Corrientes antagónicas chocan finalmente y provocaban una inundación inédita. La primera corriente bajaba por el Riachuelo y la otra subía desde el Plata, empujadas por el viento, impidiendo a las oscuras aguas del Riachuelo desagotar su caudal en aquel otro. El resultado de aquellas crecidas fue la inundación de la ciudad. El Riachuelo rebalsa y copa los barrios bajos, arrasa con el Matadero, que era por aquel entonces la primera industria nacional. La Argentina permanece cautiva de fuerzas contrapuestas; dos corrientes antagónicas dejarán intermitente a una nación que, de persistir, quieta o patinando en el lugar, no tardarán en hundirse en el fango, hecho de lodo y sangre, de fluidos mal digeridos. La Argentina se atranca cuando patina en el barro. Con la inundación vino la peste, y con la peste la carestía. La inundación impuso el ayuno, condenando a los hombres a predicar con lo que se pudre adentro, en los intestinos. La Argentina se constipa, presiona y comenzará a heder. Cuando se reabre el matadero, hay demasiada confusión. No se puede distinguir al toro de las vacas. El apetito trasnochado transforma al pueblo en una ménade y todos van por una tajada.

A partir de ahí, El matadero sería reescrito o filmado una y otra vez. La inundación permanece como sombra de una política que no da pie con bola. Desenlace fatal de las contradicciones irresueltas.

En el cine, por ejemplo, está la película de Fernando Birri, Los Inundados, que cuenta las rutinas que suele imprimirle el litoral a los pobladores humildes de aquellas regiones frecuentadas por el agua. Unas rutinas políticas que especulan con la desgracia ajena, que si se presentan de un modo espontáneo, no será casual ni gratuito la solidaridad de las fuerzas vivas de la ciudad seca. Después tenemos las películas de Fernando Pino Solanas, El viaje y La nube. El viaje, es el testimonio, en cierta manera intempestivo, de una nación desplomándose sobre las aguas turbias, o de las aguas turbias ladeando el suelo de una nación que se sumerge, que todavía flota pero se sumerge, entre fluidos espesos y desechos tóxicos. De ahí saltamos a La nube que será, antes que nada, la nube de polvo que causará la implosión que termina por derrumbar la periferia (el albergue Warnes); pero después la nube que se transforma en tormenta y ésta en tempestad. También hay que nombrar Últimas imágenes del naufragio de Eliseo Subiela, Después de la tormenta de Tristán Bauer y los montajes de Leonardo Favio en Perón. Sinfonía del sentimiento, donde el temporal que asota a la nación golpeará con su oleaje bravío las puertas de la Rosada.

Si buscamos otras escenas semejantes en la literatura, la lista se completa con Sudeste de Haroldo Conti, La creciente de Silvina Bullrich o El agua de Enrique Wernicke, donde otra lluvia repentina desborda el río precipitándose sobre La ribera (que dicho sea de paso es otra novela de Wernicke) hasta alcanzar la casa de don Julio, un jubilado ferroviario que mastica en soledad la desgracia que le tocaba quién sabe por qué. La naturaleza era implacable y arrasaba con todos por igual, sin preguntar el nombre o la posición social: «Porque cuando sube el agua, sube como se le da la gana». La novela trafica una pregunta que permanecerá como telón de fondo: ¿Por qué tienen que ocurrir semejantes catástrofes para que percibamos la historia? Porque Julio Blake, después de la inundación, cuando la tierra se trague el agua, comenzará a ver lo que no había visto durante los 20 años que vivió en Punta Chica: la solidaridad que nunca había practicado, ni siquiera imaginado para su vida intima; solidaridad, entonces, que comenzaba a experimentar con extrañamiento, esa profunda incomodidad -que se averigua en la vergüenza-, que tienen las personas que nunca dijeron «gracias», que viven retirados del resto del mundo, llevando una vida monacal. La inundación, que había revuelto la casa, revolvió tambien su memoria, que ahora daba rienda suelta a los fantasmas que había cultivado durante toda la vida y nunca había encarado, pero ahora, intuyendo que no estaba solo y que le podía costar la vida que tanto había postergado, se decidía y metía las patas en la fuente: «Porque el agua sucia y turbia del río ya corria por sus venas y era parte de su vida.»

Después está La inundación de Ezequiel Martínez Estrada, un cuento gorila como pocos, publicado en el paradigmático 1956. Acá la inundación se usa como sinónimo de invasión. Una inhóspita capilla es tomada por el vecindario de Arana luego de que la lluvia sacara al río de sus cabales para volcarlo sobre la hondanada. Con la inundación vino la estampida que se produjo en el marco de otro aluvión. Porque cuando los ciudadanos se refugiaron en la capilla, detrás de ellos corrieron los perros, que permanecieron afuera, aullando, rasgando las puertas, hasta que finalmente pudieron irrumpir, todos hediondos, posesos de una diabólica alegría, que volvería aún más densa, casi maldita, aquella atmosfera que comenzaba ahora, desde la llegada de los perros, a oler a carne descompuesta. De más estará decir que el cura de ese lugar no tardaría demasiado en asociar la persistente tormenta a la profanación del templo por parte de aquellos animales. De modo que se imponía la tarea de echarlos a patadas. Una vez más, la culpa la tenía el pueblo, es decir, los perros. Y que conste que no se trata de ningún fallido. No será esta la primera ni la última vez que el pueblo resulta animalizado. Sin ir más lejos, en El Matadero, las ratas y los perros le disputaban a la turba las achuras en el corral. Esa masa que se arrastra en cuatro patas, que compite con las ratas y los perros, que se parece entonces a los perro y las ratas, es la expresión bárbara de las montoneras. El cuento termina trágicamente con estas palabras que, si las citamos, conste que las hacemos con otro sentido: «Al poco tiempo, algo más destacado de la vaga oscuridad de las nubes, otro vasto trueno resonó henchido de sombra y humedad. El cielo se adensó, seguramente porque caía la tarde, y en seguida, como cuando empezó, después de tres meses de sequía, la lluvia precipitaba sus gruesas gotas sobre los rostros levantados.»

Hay otra invasión que será otra inundación, sólo que esta vez, el invasor no estará hecho de las mismas creencias, las mismas apuestas, la misma sensibilidad. Estamos hablando de El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld, otra de las parábolas que invierte a la Fiesta del Monstruo de Borges-Casares o la Casa Tomada de Cortazar, puesto que, como se sabe, el extraño enemigo, no será el que viene del subsuelo sino de otro planeta. Aquella invasión separá las aguas entre los invasores, y aquella resistencia se enmascara detrás de una escafandra. Mientras tanto, el resto del pueblo, esa mayoría silenciosa que resiste solapada, aferrada a la historia, permanece boyando en las aguas que, con el paso del tiempo, se irán caldeando cada vez más.

Pero si hay gente que se hunde con la inundación y compañeros que fueron arrojados a las profundidades del Plata, están los que siempre caen bien parados, como el gato consumando sus siete vidas. Y al decir esto, nos viene a la memoria la aguafuerte porteña de Roberto Arlt, El hombre corcho, al que define como «el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado». Es que el hombre corcho es «el tipo más interesante de la fauna de los pilletes. Y quizá también el más inteligente y el más peligroso.» Arlt no sabe si es cuestión de instinto o talento, pero sabe bien una cosa: que si de lios se trata, lios económicos o legales, «lios espantosos de turbios y de incomprensibles es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón».

La reciente inundación de La Plata no es inédita. Tiene su antecedente en las inundaciones del 2008, en las inundaciones de Santa Fe del 2003 y 2007, en las de Rosario del 2010 y en las de Buenos Aires de todos los años. Los tiempos están cambiando y las ciudades comienzan a inundarse. No están preparadas para tanta lluvia, pero tampoco para la especulación inmobiliaria. Por primera vez en la historia la población que vive en la ciudad supera a la gente que vive en el campo. Pero ese crecimiento urbano fue desigual y contradictorio. La ciudades cuarzo contrastan con las ciudades miseria. Si la suburbanización protagonizada por las clases altas o medias está hecha de enclaves lujosos y fortificados conectados por un sistema de autopistas que fragmentaron la ciudad hasta componer una red difusa; las clases marginales debieron arrinconarse en regiones hiperdegradadas, protagonizando una urbanidad sin urbanidad, hasta despojar a sus moradores de las condiciones de humanidad.

Se viene el agua, pero el agua golpea a todos de distinta manera. La fatalidad de la naturaleza tiene su contracara en la corrupción política. Una política hecha de inversiones en obras públicas inexistentes; de oídos sordos a los informes presentados por especialistas de la universidad pública; de reformas a los códigos de planeamientos urbanos que acompañaron la especulación inmobiliaria y con ello, el aumento de los alquileres y el metro cuadrado; de arreglos con los matones del sindicato de la construcción; de asfalto sin redes fluviales; de agua potable sin cloacas; y tantas otras torpezas que no tienen nada que envidiarle a la naturaleza desquiciada. La tormenta política desatada por la inundación es una metáfora de las tareas pendientes. Pasaron diez años y todavía hay muchas preguntas sin responder, demasiadas tareas inconclusas. Es cierto que el neoliberalismo no se va a desandar de un día para el otro, pero en materia de viviendas e infraestructura urbana estamos muy lejos todavía. Pasan los gobiernos y las inundaciones se repiten. Gobiernos de signos políticos diferentes. El tiempo pasa y el agua sigue subiendo.

 

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