Rubén Capitanio: “La cárcel es un instrumento de tortura”

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Por su experiencia en penitenciarías del país, el padre Capitanio las describe como “una máquina aberrante que cada día humilla, destruye y degrada a las personas que allí conviven, tanto presos como carceleros”.

Por Carlos Gassmann y Josefina López Mac Kenzie

“Hace casi 50 años que conozco el mundo de las cárceles –escribe Rubén Capitanio en su libro dedicado a repasar la trayectoria del obispo Jaime De Nevares— y sé desde esos tiempos que constituyen un gravísimo delito estatal. Además de ser una ‘industria’ donde muchos se enriquecen entre las sombras, ya que son un nido sin fondo de corrupción estatal y privada, son una universidad del delito para sus habitantes, instrumento de tortura en todas las formas imaginables, caldo de cultivo para hacer carne el resentimiento más profundo, permanente degradación del ser humano que cae en sus garras y que saldrá herido humanamente para el resto de su vida, lastimado hondamente como persona”.

Capitanio nació en 1947 en La Plata y se ordenó sacerdote en 1975. En 1971, cuando estudiaba en el Seminario Mayor—donde conoció a Carlos Cajade (Ver La Pulseada 54)—, empezó a visitar el penal de Olmos. Esa experiencia tendría un final inesperado y Rubén sería una pieza clave. Con el capellán de esa cárcel y a otro seminarista, al ver las condiciones inhumanas en las que vivían los detenidos pidieron una audiencia con las autoridades del Servicio Penitenciario. Jamás los recibieron, así que denunciaron la situación en los medios. La respuesta fue una sanción al capellán y la prohibición de volver a pisar el presidio para los seminaristas.

El 11 de junio de 1973, con Héctor Cámpora en el gobierno, se produjo en Olmos un motín con doce guardias tomados de rehenes. Capitanio tenía el ingreso vedado pero decidió ir. La nueva situación política no era compatible con la represión brutal, pero los funcionarios no sabían cómo desactivar la rebelión. “Los presos tienen razón, no están amotinados contra nadie: están decididos a no seguir siendo víctimas de un sistema inhumano, ilegal e inmoral”, le dijo Capitanio al recién asumido ministro de Gobierno, quien sólo atinó a proponer una inviable y no inmediata reunión con los presos.

Rubén logró ingresar al área controlada por los internos. “Él sí puede pasar”, dijeron. En una especie de asamblea efectuada en la terraza, los amotinados aceptaron su sugerencia de redactar un petitorio con sus reclamos. Y accedieron también al gesto extremo que les solicitó Capitanio: “Si queremos que nos traten como seres humanos, demostremos que lo somos: les pido que me entreguen a los rehenes, porque no son ellos los responsables de todo lo que se sufre acá adentro”. Lo que no aceptaron fue que se negara a ser su representante en las negociaciones, y entonces el “Padre Rubén” se convirtió en vocero, aunque consiguió que lo acompañaran dos detenidos para atestiguar que era fiel al mandato de la “asamblea”. A las dos de la madrugada, con los testigos y los rehenes, llegó al sector donde aguardaban las autoridades y entregó el petitorio con reclamos claros e innegociables —todas cosas contempladas ya por la ley— y solicitudes de renuncias de altos jefes del Servicio Penitenciario; algunos eran los que estaban recibiendo ese pliego de demandas.

El gobernador Oscar Bidegain aceptó la totalidad de los pedidos, incluida la designación de Capitanio como interventor de Olmos, la última exigencia de los internos para levantar el motín.

“Jamás olvidaré esta cifra: 3.756 —dice Rubén—. Porque ése era el número de personas que dependían de mí, no sólo por la responsabilidad de que no se fugaran, sino por la verdadera misión de que, aun detenidos, comenzaran a vivir con un poco más de dignidad como personas”.

Como interventor, comprobó que gran parte del presupuesto se perdía en los meandros de la corrupción y presentó denuncias formales contra dos coroneles del Ejército que habían encabezado el Servicio Penitenciario en los cinco años previos y contra otros altos jefes carcelarios. Como su tarea era transitoria, destinada sobre todo a desactivar el riesgo de mayor violencia, a los 46 días pidió su relevo. Luego quiso retomar su tarea pastoral en la cárcel, pero le asignaron una labor meramente burocrática, sin contacto con los detenidos, en la Capellanía General del Servicio Penitenciario.

 

La Pulseada dialogó con Capitanio luego de la presentación de su libro (ver recuadro).

—¿Ha cambiado algo en las cárceles desde tu experiencia en los’70?

—Tengo noticias de que ahora están peor. Quizás haya nuevos edificios, nuevos programas, más proyectos, pero el que está preso sigue siendo un ciudadano de segunda. Todavía no se reconoce que se trata de hombres -creo que es así en el 99% de los casos-, a los que la sociedad les negó las posibilidades de seguir otro camino. Entonces yo no puedo castigar a alguien porque tomó el mal camino si fue el único que le di la posibilidad de recorrer. Tenemos que ser de verdad más justos. Y para ser justos hay que darles la oportunidad, si se equivocaron, de que se rehabiliten. Y si son víctimas de un sistema social, que nos disculpen y nos ayuden a modificar ese sistema que excluye y empuja a delinquir, porque no ofrece más posibilidades que ésa.

—¿Qué pensaste cuando en 1973 se produjo el motín de presos en Olmos?

—Sentí que los presos tenían razón. Ellos no habían roto la cárcel: habían destruido la máquina de la tortura. Y para un torturado, poder romper la máquina de tortura no es más que un acto de recuperación de su dignidad.

—¿En qué consistía esa máquina de tortura?

—En no permitirles que se sintieran personas. En la cárcel vos no valías nada, no podías pensar ni crear. Nosotros, por ejemplo, organizamos para navidad concursos de pesebres hechos con miga de pan. Pero los agentes penitenciarios nos decían que eso no se podía hacer porque era competencia y fomentaba el espíritu de juego. Yo les contestaba que, si no podían hacer esto, igualmente iban a terminar compitiendo de alguna otra manera. ‘Van a apostar si es que usted recorre los pabellones con la gorra puesta o debajo del brazo. Cualquier cosa’. La consigna era no dejarlos crear, pensar, estudiar. Por eso si cometías una falta entre los castigos estaba no dejarte ir a la escuela, hacer deporte o trabajar. Para confirmarte que habías perdido el derecho a trabajar te quitaban el “carnet de trabajador”, como le llamaban. Un sistema que no te deja hacer nada de esto te destruye como persona. Cuando me hice cargo del penal eran 3.756 detenidos y la cárcel tenía lugar para 1.500. El hacinamiento era escandaloso, no quedaba espacio para poner una cama, no alcanzaba el agua, había que romper los vidrios para que entrara aire en verano. Como la burocracia no se ocupaba nunca de mover con rapidez los expedientes, no se alcanzaban a reponer esos vidrios cuando llegaba el invierno y se morían de frío. No se podía cantar ni silbar. El lavadero de ropa era para 1.500 personas, entonces muchos no podían siquiera lavar lo que llevaban puesto. Todo ese sistema torturante fue lo que los presos quisieron destruir. Por eso le dije al Dr. Mariátegui, que era el ministro de Gobierno en ese entonces, que los presos tenían razón y sólo estaban tratando de terminar con aquello que los destruía.

—¿Hay en todo esto responsabilidades sociales más amplias?

—Como sociedad seguimos siendo muy hipócritas y que los medios de comunicación favorecen muchas veces esa hipocresía. Cuando detienen a algún menor, pareciera que se solazaran, que les gusta que sea un menor.  Pero que un menor haya llegado a cometer un delito es responsabilidad de la sociedad adulta y no culpa de él. ¡Mirá lo que hemos hecho de ese pibe! Si se trata de alguien que salió hace poco de la cárcel, también parece que lo disfrutan, cuando la responsabilidad del sistema penitenciario es rehabilitarlo. Si alguien está detenido durante largo tiempo y al salir vuelve a delinquir, habría que procesar al responsable de su rehabilitación por haber incumplido con sus obligaciones como funcionario público. Que haya vuelto a delinquir es una señal de que no hicieron nada por él.

—A juzgar por casos actuales, es muy difícil procesar a un penitenciario. ¿Qué ocurría en aquella época?

—También era impensable. Porque la Justicia estaba estructurada para ciertos sectores: para los que tenían poder. Yo estuve años trabajando en la cárcel y nunca hubo una persona con dinero presa. Si caía alguien que tenía dinero, seguro que se iba en cuestión de horas porque su abogado tenía contactos con el juez. De entrada nomás, no lo alojaban en el pabellón común sino en el hospital. Y en 48 horas lograba el cambio de carátula necesario para ser excarcelado.

—Los sacerdotes que permanecen mucho tiempo como capellanes y no denuncian lo que sucede en las cárceles, ¿no están legitimando este sistema perverso?

—Si soy un sacerdote que brinda sus servicios en un penal y lo importante para mí no es el preso, estoy siendo infiel a mi misión. Si soy parte de la estructura legal, si sólo estoy para cantar el himno y bendecir la bandera el 9 de julio y para oficiar misa el 16 de junio, día de la Virgen del Carmen, patrona del Servicio Penitenciario, si le digo al preso que no haga lío porque de lo contrario lo van a tratar peor, entonces ya no soy el capellán: soy parte de la máquina de tortura.

—¿Es posible regenerar el Servicio Penitenciario que tenemos?

—No es que uno esté en contra de la institución, pero por lo menos tiene que cumplir las leyes, que en general son buenas y no se respetan. En el Servicio Penitenciario tenemos el personal de seguridad que tiene que evitar que los presos se fuguen y el personal de tratamiento carcelario, el más importante, porque tiene que trabajar para que el detenido salga más persona: si es inocente, para que no salga destruido, y si es culpable,  para que salga consciente de que le conviene vivir de otra manera. El servicio correccional tendría que estar enteramente constituido por personas formadas en las ciencias humanas: asistentes sociales, psicólogos y otros profesionales, porque es  necesario que el preso no se escape pero más importante es que se rehabilite. También es imprescindible que el sistema de justicia resuelva rápidamente quién tiene que permanecer detenido y quién no; si la cárcel es un depósito de sospechosos, de procesados que esperan años por una sentencia firme, no hay posibilidades de hacer demasiado. El Estado no puede sostener depósitos de personas privadas de la libertad, porque la privación ilegítima de la libertad es un delito. Es muy difícil regenerar un sistema al que se le enseñó a tener dos caras: una que, cuando le conviene, engaña con su aparente bondad, y otra que exhibe su maldad porque aplasta y reprime. Si no respeto al detenido como persona, me tengo que cuidar de él; y si me cuido del detenido, no puedo ser su rehabilitador.

 

Recurrencias

Poco tiempo después de la renuncia de Capitanio a la intervención del penal de Olmos estalló una nueva crisis y el gobierno provincial reemplazó al flamante Director General del Servicio Penitenciario por un coronel que había sido retirado del Ejército por oponerse al golpe de 1955. “Un hombre digno como persona y como militar, dispuesto a hacer de las cárceles no un lugar de sufrimiento sino de rehabilitación”, cuenta hoy Rubén, que otra vez había sido convocado a representar a los presos. Pero cuando el coronel comenzó a implementar cambios sufrió graves ataques, enmascarados por las consabidas imputaciones ideológicas de “marxista” y “subversivo”, por parte de antiguos funcionarios  penitenciarios comprometidos con la corrupción. Oficiales superiores y medios se sublevaron y llegaron a tomar una cárcel del interior provincial. A fines de 1974 el gobierno exigió la renuncia del coronel, desmanteló su equipo de trabajo y reimplantó el sistema represivo de siempre. Reasignado a la Capellanía General, Capitanio presentó su dimisión ante el Gobernador y denunció que estaba reinstalándose la perversión. Prefirieron rechazarle la renuncia y exonerarlo sin abrirle sumario ni aducir razones. Ese fue el fin de la “carrera” del padre Rubén dentro de las cárceles bonaerenses.

En 1976, cuando era párroco en Berisso, Capitanio fue perseguido y obligado a trasladarse al sur del país. Neuquén, como le dijo De Nevares, lo estaba “esperando con los brazos abiertos”. Desde entonces desarrolla su tarea religiosa en la capital y en distintas localidades de esa provincia y actualmente es responsable de la Pastoral Social del Obispado de Neuquén.

 

“Hombre fiel” en La Plata

Una emocionada concurrencia colmó las instalaciones del Taller de Teatro de la UNLP en el acto de presentación de Hombre fiel. El andar de Don Jaime de Nevares, el libro de Rubén Capitanio. Fue el viernes 13 de abril, organizado por La Pulseada y la biblioteca teatral Alberto Mediza.

Entre muchos otros amigos, estuvieron presentes Adelina de Alaye, de Madres de Plaza de Mayo de La Plata; Hugo Cañón, co-presidente de la Comisión Provincial por la Memoria; Hugo “Cachorro” Godoy, secretario general adjunto de ATE Nacional; Víctor Mendibil, tutular de la Federación Judicial Argentina; y la coordinadora de la Asociación de Cartoneros de Villa Itatí, hermana Cecilia Lee.

Además de exhibirse fragmentos de videos sobre De Nevares, hablaron Juan Carlos Gulino, amigo personal de Capitanio e integrante de la Obra del padre Cajade; Jorge Albarracín, creador de la Fundación Fábrica de Artistas de Neuquén, encargada de la edición del libro y, por supuesto, el autor.

El padre Capitanio sintetizó en tres de las anécdotas reunidas en Hombre fiel… el excepcional perfil de quien con justicia fue llamado “el obispo de los mapuches, las Madres y los pobres”. Después hizo lo mismo que en su libro: abrir el micrófono para que otros sumen sus recuerdos. Varios aceptaron la propuesta y el conjunto de las intervenciones conformó un sentido homenaje colectivo, tanto a Don Jaime como al propio Capitanio, expresiones ambos de una Iglesia alejada del poder y auténticamente comprometida con los más humildes.

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