Rejas y qué más

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En marzo no sólo se incendió la comisaría de Pergamino. Cinco días después hubo fuego en el centro cerrado Aráoz Alfaro en Abasto y, aunque no hubo que lamentar muertes, tres chicos estuvieron internados. Uno de ellos fue Kevin, un joven de 16 años al que la única respuesta que le llegó desde el Estado a su situación de violencia y adicciones fue el encierro desde los 13 años. Estuvo 40 días en coma en el Hospital San Martín

Por María Soledad Vampa
Ilustraciones: Ipmauj Adejo

Subnota La trampa mortal de Pergamino

 

 

Una celda es como una olla a presión. Los ingredientes del encierro se combinan para levantar la temperatura. Cinco personas duermen en un espacio donde hay cuatro camastros ¿quién duerme en el suelo? Si no “hacés conducta” hay cambio de pabellón como castigo, y pasas unos días en el otro sector, donde tenés problemas, a ver cuánto te la bancás. Hace casi dos semanas que el teléfono no anda, la Secretaría de Niñez y Adolescencia no pagó las cuentas y ya no es posible tener un contacto cotidiano con tu familia, con tu novia; las comunicaciones se complican y cuando te toca hablar por el celular oficial de algún funcionario hay que elegir entre llamar a tu mamá o averiguar cómo van las cosas con tu abogado.

El clima ya es asfixiante. Sólo queda una pequeña válvula de escape: algunos tienen celulares, los consiguieron en la última visita. Esa tarde el aire se corta. Llega la requisa. Con desnudo total y todos al suelo a hacer flexiones. Las pocas pertenencias se revuelven con violencia, esos tesoros personales de fotos y amuletos ahora son un desorden de objetos confusos pisoteados en el suelo. La guardia secuestra los celulares y se pasean con las “marrocas” (esposas o precintos plásticos para esposar) por los pasillos amenazando con el traslado, alimentando las fantasías de que se vienen los golpes. La sangre hierve.

Esa noche después de la cena el pabellón entra en ebullición. Todos comienzan a golpear las puertas de chapa y a “agitar” desde las celdas a modo de protesta. Nadie responde, nadie escucha. Alguien decide qu e no puede ser ignorado. Un colchón se enciende y rápidamente comienza a despedir un humo negro, intenso. La piel arde. Los minutos pasan, ya no queda aire, la garganta se cierra y mientras el fuego crece los gritos se apagan. Cinco días después de que ardiera la Comisaría 1ª en Pergamino con el saldo de 7 muertes, siempre del lado de los encerrados (ver página 36), el fuego enciende la celda 4 del pabellón izquierd o del Centro Cerrado Áráoz Alfaro.

Desde las otras celdas aún gritan, pasan 10, 15 minutos interminables. Algún asistente ve el fuego pero ya es imposible manipular una puerta de chapa al rojo vivo. Con una manguera empiezan a tirar agua para enfriarla, y por debajo de la puerta. Alguien llama a los bomberos y al 911 pero en realidad no hay protocolos de actuación y nadie sabe muy bien qué hacer, no hay un extractor en el pabellón para evacuar el humo, hay jóvenes desmayados, hay una sola máscara de oxígeno, en el predio ya no está la ambulancia para los traslados.

*

Al mediodía siguiente Vanesa recibe un llamado. Un asistente de minoridad le dice que se había producido un incendio en el instituto, pero que se quede tranquila que su hijo estaba con oxígeno en el hospital. “Cuando yo llego lo veo todo entubado, estaba en coma inducido, le tuvieron que hacer una traqueotomía, ¿esto para ellos era dar oxígeno?”, reclama Vanesa, que además tuvo que ir a hacer una denuncia para que a su hijo le saquen la custodia y las esposas. “Mi hijo estaba esposado en coma, ¿entendés lo que estoy diciendo?, con respirador y esposado”, cuenta.

Entre las noticias de El Día, el único medio local que levantó información del incendio, figuraba una nota breve titulada “Tensión por un motín en un instituto de Abasto”. Habla de un sector evacuado y de tres imputados por el incendio. No menciona un solo herido. Además de Kevin (16), el hijo de Vanesa, hubo otros dos jóvenes internados con quemaduras y con las vías respiratorias afectadas por la inhalación de humo.

Hace ya más de un mes que Vanesa viaja todos los días desde José C. Paz a La Plata a ver a su hijo en el Hospital San Martín cuando se entrevista con La Pulseada. Cuenta que el estéreo del auto no funciona y que en cada viaje la cabeza le va a mil. El coche destartalado a veces llega bien, a veces le cuesta volver y necesita un empujón, a veces se le queda a mitad de camino, por ejemplo en Avellaneda, y esos 110 kilómetros que la separan de su hijo parecen infinitos. “Los de la Secretaría fueron los primeros que se abrieron, me dijeron que estaba todo controlado y que no había ningún abandono porque Kevin estaba en el hospital. ¿No había ningún abandono porque estaba esposado a la cama?”, se pregunta.

Kevin

“Bueno, te cuento cómo es la historia de Kevin”, dice Vanesa y le da inicio a una extensa charla sin que sea necesario hacer una sola pregunta. Es un relato crudo. Para contar esa historia tiene que empezar por la propia, ella y sus hijos son sobrevivientes.

Vanesa empezó a salir con Carlos cuando tenía 17 años, uno más que Kevin ahora. “Tuve una mala elección de mi pareja –dice- fue mi familia, me enamoré y creí en lo que era. Cuando me di cuenta me quise separar, pero Carlos nunca me iba a dejar a mí… y me molía a palos, mi familia se hartó de verme desfigurada. Llegar con un ojo negro, con la boca rota, con los chicos llorando, sin ropa, me dejaba sin un peso”, recuerda. También se acuerda de hacer la denuncia sin resultados: “¿Sabés cuantas veces fui a la Comisaría de la Mujer desfigurada, con los dientes rotos? Nunca hicieron nada, esperaron que todo esto pase”, afirma.

Cuenta que un día su hermano se cansó y le dijo: “Lo seguiste 17 años, este tipo no te puede estar haciendo esto, a donde te pega la próxima vez, vengo y lo mato”. Y lo hizo. “Yo no elegí que haga eso, él me estaba agarrando del cuello y vino mi hermano y lo mató”. En ese momento Kevin, tenía 11 años. Vanesa quedó detenida por el crimen cuando llevó a Carlos al hospital. Para cubrir a su hermano dijo que había sido víctima de un robo.

“Imaginate yo detenida, mi hermano que mató a mi pareja se tomó el raje, mis hijos no tenían a dónde vivir, a dónde dormir. A los 12 años, Kevin empieza con problemas de drogas”, enumera Vanesa. Otra vez pidió ayuda, habló con el juez y consiguió un arresto domiciliario. No llegó a durarle un año.

“Me dan una pulsera y estoy ocho meses en mi casa. Obviamente no pude contenerlos. No podía ir a trabajar, no podía darles de comer, sin vestido, sin calzado, sin nada… se me hizo imposible. Y con todos los problemas que Kevin me traía, pierdo la pulsera. No porque yo me fugué ni nada, pero tenía siete metros para moverme de mi casa y estaba a cargo de seis menores: mi nuera embarazada de mi hijo mayor, mis dos nenas y Kevin ¿Qué le iba a gritar desde la puerta ‘Kevin vení para acá’?”. Vanesa tiene mil preguntas sin respuesta.

Cuando llegó a juicio quedó absuelta. En las audiencias Kevin declaró y habló de las golpizas que sufría su mamá. “Entonces hay un registro de todo lo que el chico vivió y de que estuvo totalmente solo siempre”, señala Vanesa y se le quiebra la voz al contar que en el momento en que ella queda en libertad. Kevin ya estaba preso desde los 13 años.

“Yo lo empiezo a seguir por todos lados. Estuvo en Batán, estuvo en Azul, siempre con medidas de seguridad muy fuertes y psicológicamente lo destrozó, porque son lugares muy cerrados. Son cárceles, porque es un sistema totalmente carcelario el que tienen”, asegura Vanesa, con conocimiento de causa. El encierro como única respuesta del Estado para un niño en una situación de tanta vulnerabilidad.

“Cuando sale, me lo dan peor que nunca. Ya no era el nene de 12 años que yo dejé. Estaba más adicto que antes, y yo nunca lo había visto como un adicto, porque lo dejé con 11 años: él miraba la tele, jugaba a la Play e iba al colegio. Yo conviví con el problema de adicción los ocho meses que había podido salir con la pulsera”, Vanesa sintió cómo se quedaba sin herramientas para contener a su hijo. “Volvió a la casa donde mataron a su papá y no podía dormir ‘y acá lo mataron, y acá lo levanté’ volvió a tener problemas de drogas y se me fue”.

Y volvió a delinquir. Lo detuvieron en Florencio Varela. “Ahí le pegan un tiro en el brazo. Después de eso me llama un defensor de Varela, Carlos Logia, y me dice: ‘Su hijo está en libertad’. Y yo le pido que me dé una solución, un centro de rehabilitación porque yo no puedo con esta situación ¿cómo lo controlo, cómo me aseguro que no va a matar a alguien o lo van a lastimar a él?’ y nada”. Kevin vuelve a su casa para volver a irse. “A la semana me llaman que está preso. Y no lo fui a buscar ¿porque vos creés que yo dormía tranquila cuando estaba afuera de mi casa? Yo sabía que o me lo dejaban tirado en una zanja o terminaba lastimando a alguien”, dice Vanesa. Ella cree que si alguien la hubiese escuchado y mandaban a sus hijos a un hogar cuando ella cayó presa, hoy podría estar rehaciendo su vida de otra manera. “Sin que mi hijo haya vivido todo esto. Porque él acá no es culpable… es la víctima de todo lo que me pasó a mí”, subraya.

Hoy dice que lo ve a Kevin y su propia historia le vuelve como una “mochila”. “Carlos era una reja”, define Vanesa sobre el papá de Kevin. Él también estuvo en institutos de menores desde los 9 años y luego varias temporadas preso. “Cuando vi las cosas que vi en el penal también pude entender porqué Carlos estaba enfermo. Él estaba en casa y seguía como adentro de la cárcel. Y después me pasó con Kevin, las mismas situaciones”, a Vanesa la desespera pensar que la historia se repite y no hay nadie alrededor que la ayude a evitarlo.

Los quemados

Los únicos investigados por la Justicia a raíz del incendio son al menos tres de los cinco jóvenes que estaban adentro de la celda. Uno de ellos es Kevin. “¿Y a dónde está la jueza de mi hijo? Del juzgado Nº1 de Florencio Varela ¿alguien vino a verlo, a decirme ‘señora yo estoy a cargo de su hijo’? no, no vino nadie”, pregunta y se responde, sola, su mamá.

Kevin se está recuperando y, al cerrar esta edición, había perspectivas de que pudiera volver a su casa. “A los pibes les dan la libertad después de que los lastiman –dice Vanesa con experiencia–. A mí la otra vez me lo dieron con la cabeza reventada y ahora me lo dan casi muerto. Y todo esto se trató de ocultar, porque nadie salió a decir ‘esto paso porque los pibes estaban mal, cinco en una celda, sin teléfono…’ no. Todo seguía hasta donde daba. No pensaban en lo que podía llegar a pasar. Y pasó lo que pasó”.

¿A dónde recurrir si un o una joven tiene problemas de adicciones?, ¿qué hacer si entra en conflicto con la ley penal? “Se está intentando reforzar el sistema de medidas alternativas a la prisión, pero no te voy a mentir: creció la punibilidad, cada vez entran más chicos y por ahí es por causas menos graves”, responde una fuente del equipo técnico de la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Provincia (SNyA).

Según datos recabados por el Comité contra la Tortura de la Comisión Provincial por la Memoria, al momento del incendio había 56 jóvenes alojados en el centro cerrado y estaba excedido el cupo: al menos 6 debían dormir en el suelo. El equipo de este organismo que se encarga de realizar monitoreos recurrentes en diversas instituciones de encierro señala que son las condiciones de detención las que propician situaciones de violencia o incidentes como el que dejó a Kevin 40 días en coma.

“Esa es la historia de Kevin –dice su mamá–. Él fue una víctima, pero nadie quiere escuchar eso. Porque los principales responsables se quedaron en un escritorio tomando un café: sabiendo que yo era inocente, viendo que le pedí al juez que manden a Kevin a un hogar donde tenga asistencia psicológica porque había limpiado la sangre de su papá del piso. ¿Qué quieren que el pibe haga, si yo no termino de superarlo siendo una adulta todavía? ¿Quién me puede decir que Kevin tuvo una oportunidad? Nadie”, se responde sola, otra vez, Vanesa.

 

La insistencia de la historia

Hace exactamente un año, el Centro Cerrado Aráoz Alfaro era escenario del informe de tapa de La Pulseada Nº 139 titulado “Un sistema de mala muerte” (Mayo 2016). Damián, de 18 años, se había quitado la vida en una de sus celdas después de dar todas las señales que pudo pidiendo ayuda. Nadie, nunca, respondió.

 

 

 

 

 

 

Las condenas llegan rápido, las garantías tarde


En abril del año pasado el Comité contra la Tortura de la Comisión Provincial por la Memoria presentó un habeas corpus después de ver las condiciones en que estaban detenidos los jóvenes alojados en el centro cerrado Aráoz Alfaro. Allí se planteaban problemas de infraestructura, hacinamiento, régimen de vida y sanciones. Casi un año más tarde y 20 días después del incendio el juzgado de garantías del joven nº 1 a cargo de la jueza María José Lezcano hizo lugar a la presentación. En la resolución ordena respetar el cupo de 40 plazas –al momento del incendio había 56 jóvenes– y dispone que se realice un plan integral de refacción y adecuación del edificio, lo que debería incluir medidas adecuadas de prevención de cualquier siniestro.
Ahora quien investiga el incendio es la fiscalía Nº 4 a cargo de Ana Rubio, que al comenzar su instrucción también presentó un Habeas Corpus al confirmar que había jóvenes menores y mayores de 18 alojados en la misma celda. Aunque fuentes de la fiscalía consideraron que el hacinamiento y las circunstancias en que los chicos estaban detenidos no se evalúan como condiciones que propiciaron el incendio. “Para nuestro criterio una cosa no implica la otra”, dijeron.
El hecho está caratulado como incendio agravado y la causa se lleva contra los jóvenes sospechados de encender el colchón con una pena en alta «por poner en riesgo la vida de las personas y los bienes».

La Justicia estableció un cupo de 40 plazas en el Aráoz Alfaro, que no se respeta (Foto: Luis Ferraris / La Pulseada)

 

 

Otros incendios que nadie apaga

Al ser consultada por La Pulseada, una fuente del equipo técnico de la Secretaría de Niñez y Adolescencia definió: “Fue una situación catastrófica que podría haber sido más grave aún”. Además de la reciente Masacre en pergamino la historia del fuego en encierro de la Provincia cuenta con graves antecedentes de los que nadie parece tomar nota.

Masacre de Quilmes. En 2004, Elías Giménez, Diego Maldonado, Miguel Aranda y Manuel Figueroa murieron quemados en un incendio en la comisaría 1ra de Quilmes. Estaban esperando ser trasladados a lugares adecuados para menores de edad; algunos debían ser derivados a un centro de rehabilitación para adicciones y uno estaba por error. El hecho obligó a la Provincia a prohibir el alojamiento de niños y adolescentes en dependencias policiales. Once años después, la Justicia condenó a 10 policías por torturas y vejámenes. Y comprobó que los dejaron encerrados mientras se desataba el fuego. (ver La Pulseada Nº 135)

Masacre de Magdalena. El 15 de octubre de 2005, 33 personas que se encontraban detenidas en la Unidad nº 28 de Magdalena murieron asfixiadas o quemadas como consecuencia de un incendio. La red contra incendio nunca funcionó, los guardias no abrieron la puerta de emergencia y no funcionaban la mitad de los extinguidores para fuego. En el pabellón había 58 presos. La mayoría eran jóvenes menores de 26 años y la mayoría estaban bajo el régimen de prisión preventiva. Los funcionarios del Servicio Penitenciario no sólo omitieron deliberadamente asistir a las personas que se estaban asfixiando sino que les impidieron salir disparándoles con munición antitumulto.

 

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