Rancheando la facu

In Edición Impresa, Niñez -
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Entran al aula, pasan un papelito, piden monedas, les regalan un sánguche o deambulan por los pasillos y baños. También hay diversas situaciones de violencia y hasta se prohibió su ingreso. En varias facultades de la UNLP comenzaron a trabajar con los chicos que van a manguear o vender, pero están en un punto muerto. ¿Cómo desterrar la imagen de “patronato” o de “no ser gorra o careta” entre los estudiantes universitarios?


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Por Mariana Sidoti
Fotografías: Luis Ferraris y Gabriela Hernández
Arte gráfico: Carolina «Desqui» Marder

Subnota >  Wagner: “Una decisión política en un marco de conflictividad creciente”

Fue un jueves a la tardecita, en el horario de recambio de cursadas: los estudiantes de la Facultad de Trabajo Social (UNLP) salían en masa de las aulas. En el patio del predio de 9 y 63 se chocaron con un grupo de pibes que hacía rato andaba dando vueltas. La mayoría no superaba los trece. Estaban alterados, habían robado algunos celulares y cuando les pidieron que los devuelvan, corrieron al buffet y se hicieron de palos y facas. Una estudiante se lastimó la mano intentando quitarles un cuchillo y varios más recibieron golpes. Alrededor, un auditorio: todos querían intervenir, ayudar a los pibes a calmarse, ayudar a los estudiantes a frenar a los pibes. Todos querían ver.

Hubo quienes intentaron reducirlos violentamente, quienes intentaron desactivar la situación mediante el uso medido de la fuerza (¿es posible medir la fuerza en una situación como esa?) y quienes opinaron que era mejor no intervenir, no tocarlos, no forzar la situación. Un conflicto de adultos que avivó la grieta por donde los pibes podían inmiscuirse y actuar. Alguien llamó al 102, línea del programa “Cuidaniños”, dependiente del Organismo provincial de Niñez y Adolescencia. Pasaron dos horas hasta que llegaron los operadores del servicio local y calmaron la situación: los pibes se subieron a la camioneta y abandonaron la facultad.

Las cátedras suspendieron las clases esa noche del 9 de junio y los estudiantes evacuaron el edificio. Al día siguiente, el viernes 10, la decana María Alejandra Wagner firmó e hizo pública la resolución N° 129. El artículo 1 ordenaba “restringir el ingreso a la Facultad de niños, niñas y adolescentes que no hayan alcanzado los 18 años de edad, sin el acompañamiento de un adulto responsable, hasta tanto puedan garantizarse condiciones que aseguren el desarrollo de interacciones que no pongan en riesgo la integridad psicofísica de ellos mismos, así como la de los adultos que allí trabajan, estudian o transitan cotidianamente, y hasta tanto se considere otra medida referida a este tema en el marco del cogobierno” (ver Subnota).

*

La presencia de estos pibes en las facultades de la UNLP no era noticia. Periodismo, Naturales, Humanidades y Trabajo Social, sobre todo, convivían hace tiempo con niños en situación de calle. A fines de octubre de 2015, se reunieron en el Rectorado autoridades de la Universidad, directivos provinciales y municipales de Niñez y Adolescencia y representantes de las cuatro facultades. En cada una se formó un equipo dedicado a contener a los pibes y regular su tránsito por las aulas y pasillos. La meta era articular con los organismos del Estado encargados de poner en práctica la ley 13.298.

En Humanidades, a mediados de octubre —un mes agitado por las elecciones estudiantiles y nacionales— se dio una situación que alertó a toda la comunidad educativa: uno de los nenes ingresó a un baño de la facultad y manoseó a una estudiante. La chica no supo cómo reaccionar y quedó shockeada: el pibe apenas pisaba los doce. Alguien llamó al 911 y la Bonaerense ingresó apuntando con armas largas a todos los pibes; los requisaron, les bajaron los pantalones y los palparon. Los estudiantes pusieron el grito en el cielo y lograron que la Policía se retirara. Quedó, en el imaginario de todos, que el territorio universitario está fuera de cualquier jurisdicción policial. El peor enemigo de los pibes en la calle, ahí, no los podía tocar. Un discurso positivo, pero sólo en parte: ¿qué pasaba durante los fines de semana, las vacaciones de invierno o de verano, cuando la facultad cerraba sus puertas? Esas preguntas, más la primera reunión en el Rectorado, motivaron la creación del Equipo de Niñez.

“Sabíamos que no era nuestra responsabilidad, pero tampoco podíamos mirar para otro lado”, resume Paula Talamonti, integrante del Equipo. “Nos pusimos a charlar con ellos y acompañarlos, a veces cagarlos a pedos: no te subas acá, no rompas ese cartel. Era simplemente retarlos, como haría cualquier adulto, sin sacarlos del edificio”. Pero el trabajo del Equipo no apuntaba solamente a los pibes: también había que cuestionar preconceptos acerca de la niñez “en calle” con gran parte de los estudiantes.

Los pibes solían ir al buffet y agarrar puñados de galletitas de una mesa sin obtener otra cosa más que silencio. La tarea de Paula y sus compañeras era involucrar tanto al pibe como al estudiante en algún tipo de interacción humana: preguntarse los nombres, pedir permiso para agarrar galletitas, decir “gracias”, decir “de nada”. Cuando los pibes recibían este tipo de abordajes, la respuesta era siempre la misma:

–Pero si no le importa.

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En Humanidades, se produjo un incidente en un baño y entró la Policía con armas largas.

“Los problemas de los pibes no siempre son lo que vos imaginás. Para saber cuáles son, justamente, tenés que acercarte a hablar con ellos, eso implica humanizarlos. Los estudiantes tenían miedo, lástima, asco; cualquier cosa menos, por ejemplo, respeto”, cuenta Paula. Durante meses de trabajo con los pibes, el Equipo observó varias cosas. En primer lugar, que no se trataba de niños que vivían en la calle: la mayoría tenía familias y unos pocos estaban escolarizados, aunque de manera precaria. También notaron que el vínculo de muchos adultos estaba atravesado por la caridad. Cuando se acercaban a pedirles una moneda, muchos decían cosas como “no, no les voy a dar porque después le dan al papá para que compre vino”. Entonces iban y compraban un sánguche. Paula ríe como resignada: “¿Les parecerá que diez mil personas le den un sánguche? Por ahí el pibe quiere comprar una garrafa, unas zapatillas. Era una cosa muy moralizante”.

Cuando los pibes entraban, se generaba un clima de miedo: “Era un momento de protagonismo, pero al mismo tiempo después les veíamos la cara de angustia porque un montón de gente los estaba mirando como si fueran bichos raros”, cuenta Paula. Las ganas de vincularse chocaban, de a ratos, con la idea de que como eran chicos el diálogo debía ser fácil y accesible.
A comienzos de este año, los pibes empezaron a ir cada vez menos. Cuando el Equipo identificó a aquellos que se acercaban exclusivamente a robar, comenzaron a restringir el ingreso a través de un acompañamiento permanente. Paula supone que, en el medio, “un montón de cosas horribles” deben haber pasado en la calle. “Los mismos nenes que en octubre del año pasado no tenían armas, ni aparecían intoxicados todo el tiempo, ahora estaban muy violentados”, dice. Recuerda, como caso paradigmático, el día en que uno de los chicos se sentó a llorar en un rincón y le dijo:
–Dejame, necesito robar. Salí, por favor, dejame solo diez minutos, así robo…

*

El ritmo convulsionado del centro se confunde con los brazos extendidos del Chiqui (14) y Lautaro (12). Sus nombres, como los de todos en los pibes de esta nota, son ficticios. Son hermanos y venden tres paquetes de pañuelitos por quince pesos. Solían ir a las facultades a “manguear”, pero ahora acusan que los echaron de todos lados. “Es culpa de Panchito y los otros”, dicen, como si fuera obvio. Afirman que los metieron a todos en la misma bolsa corriéndolos de nuevo para el centro, un lugar que habían dejado de frecuentar gracias a las facultades. Ya estaban acostumbrados: trabajan desde chicos pidiendo monedas en los bares de diagonal 74 o vendiendo estampitas a voluntad. Cuando La Pulseada pregunta por Panchito, Lautaro mira alrededor con una mezcla de hartazgo y desinterés:

–Panchito duerme de día y anda despierto toda la noche, como los murciélagos. Va siempre a plaza Matheu.

La plaza es el epicentro de la Zona Roja. Allí conviven tres actores fundamentales: jóvenes (la mayoría en conflicto con la ley) prostitutas y policías. Los diarios y las fuerzas de seguridad pusieron un mote a los niños y adolescentes que paran ahí. Los llaman “La banda de los Nenes” y advierten que como son menores e inimputables, están “re jugados” y no les importa nada. Que roban las veinticuatro horas del día. Que se drogan hasta no dar más. Que les encanta abollar autos y atemorizar a los vecinos. Y que ningún instituto podría con ellos.

Es viernes por la noche. Hace un frío que cala los huesos, pero Panchito (12) está en cortos y no tiembla. Sólo se refriega las comisuras de la nariz, que no paran de gotear. Reconoce que ningún otro periodista se acercó a preguntarle qué hacía en la facultad, pero no tiene mucho que decir: a cada pregunta mira al cielo y se ríe, con voz finita, soltando monosílabos incongruentes. Promete estar a las 10 de la noche del sábado en la plaza, “más careta”, para poder charlar. Pero llega el sábado y Panchito no aparece. En su lugar, Rizo (16 aunque aparenta 13) acepta hablar con La Pulseada.

–Estoy acá porque mi vieja se fue a comer a lo de mi hermana y ni me invitaron. Ayer estuve acá y me quedé hasta tarde; cuando me levanto no había nadie en casa. Se fueron a comer y me dejaron, me tuve que venir para acá. ¿Qué voy a hacer sólo en mi casa?

Rizo, como todos los demás, reconoce que iba a la facultad de Trabajo Social pero asegura que no robaba. Hace pocos días salió del instituto Eva Perón.

–Yo no robo más. Si me agarran ahora me meten preso. Vengo acá a la plaza y les lukeo a los que roban. Pero antes íbamos, no te miento, y robábamos todo por allá –cuenta, mientras señala diagonal 73. La diagonal forma parte del circuito que todos recorren. De la Matheu a la Rocha pasando por la diagonal encuentran los “descartes” –plata o bolsitas de cocaína– que los tranzas tiran cuando la policía se acerca.

Rizo comenzó a ir a las facultades a los 11. Según dice, iba con su mamá y entraba a las aulas con un papelito que hacía leer a los profesores. “Los estudiantes me hacían mucho psicologeo”, dice. Tiene ocho hermanos y un primo, ahora preso, que integraba lo que los medios estigmatizaron como la “Banda de la Frazada”, de Plaza San Martín. Como su primo y los demás pibes de la Glorieta, Rizo encontró en la calle lugares donde conseguir comida. Mientras el resto espera sentado en un banco de la diagonal, él corre hasta una cervecería y regresa con una bandeja de papas fritas. En medio de la cena tardía irrumpe Sol, una travesti a la que ya todos conocen.

–Ah ¡qué bien! Se están alimentando…
–Sí, estamos re gula y sin un peso. ¿Querés?

Sol niega con la cabeza y los mira comer, sonriendo. Cuando los pibes terminan la bandeja y empiezan a mirar alrededor, Sol empuja un beso, dos, tres, y escupe bolsas de cocaína.
–Para que no hagan más cagada. Y cuidado con llevarla encima, ¿eh?

*

“Tenía que haber un acuerdo de base. Si uno ve que un adulto está convidándole algo a un pibe, claramente hay que marcarlo. Un límite que no sólo es para el pibe sino para ese adulto que está transgrediendo y vulnerando derechos”, suelta Tomás Bover, integrante del Espacio de Niñez de la facultad de Trabajo Social. No se refiere al ámbito de la noche sino al terreno universitario. Muchos estudiantes convidaban alcohol e incluso drogas a los pibes que circulaban por el patio: “Hubo que plantarse frente a los compañeros: nos sonaba ridículo que no fuera un punto de partida”, dice Tomás. La heterogeneidad de respuestas que los pibes recibían era un problema a la hora de establecer límites.

1finalLLLLa formación del Espacio en Trabajo Social se dio al mismo tiempo que en Humanidades y las demás facultades: fue después del ingreso de la Policía Local por una pelea entre los pibes que culminó en piedrazos para todos. Ese día reveló también la falta de acuerdos sobre cómo intervenir en casos similares, como los del 9 de junio. Según explica Tomás, “hay un riesgo doble para el pibe: que alguien sobreactúe la amenaza e inmediatamente lo dañe, o que el mismo pibe en esa situación sienta que no puede manejarlo y efectivamente eleve los niveles de violencia por sobre lo que desearía. Es algo imprevisible”.

Desde el Espacio de Niñez se apuntó principalmente a la formación de los estudiantes que se vinculaban con los niños. Las agrupaciones estudiantiles, apostadas a lo largo del patio de la facultad, eran un destino generalmente pasajero pero inevitable. En ese punto, Tomás reflexiona sobre dos discursos antagónicos. Por un lado la lógica del Patronato, que tenía al encierro y la represión como solución al “problema”; por otro, la lógica de restitución de derechos, que muchas veces se torna abstracta y repleta de frustraciones que no garantizan eficacia ni respuestas inmediatas. La necesidad estaba, para los integrantes del Espacio, en dejar de pensar a los pibes como un problema y empezar a pensar los problemas de los pibes. “Y ese tránsito es lo más trabajoso de todo”. Desde que publicó la Resolución, la facultad continúa intentando vincular a los pibes con organizaciones sociales, principalmente a través de sus hermanos mayores, que poseen referencias. También piden la creación de un parador para jóvenes en situación de calle: que se trabaje con ellos en los lugares que transitan, y no sólo en los que deberían transitar. Espacios donde se configure un poco más el protagonismo que merecen.

*

Todos hacen chistes acerca de cómo le “sacaron” droga a Sol. De regreso a la plaza Matheu, pareciera que la noche se acaba. Pero en silencio, entre la oscuridad de los árboles y las luces tenues y titilantes de la policía, lejos, aparecen Lucas y Palito. Al instante, el ruido de una moto:

–Palito, ¡tu papá! –grita Rizo.

El hombre viste un chaleco viejo de la Municipalidad, verde y naranja. Es muy mayor y tiene rasgos cansados. Palito se para, silencioso, a su lado. Cuando se alejan por calle 1, Rizo le grita:

–¡Que no se te escape! atalo con candado…

*

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«La gente cree que los pibes están abandonados, pero es necesario hablar desde la singularidad», dice Rita Figliozzi

Las paredes verde manzana de la dirección local de Niñez y Adolescencia están en proceso de desintegración. La dependencia recibe a los visitantes con una escalera empinada y buenas intenciones. Se nota que Niñez es invisible, como lo fue siempre y para todas las gestiones. Hasta su propia directora, Rita Figgliozi, se lo reconoce a La Pulseada: poseen un staff de 50 personas, la mayoría contratadas desde la gestión anterior, y sólo dos camionetas (una propia, destartalada, y otra que alquilan). También cinco operadores; sólo uno encargado de atender el teléfono por la noche. “Esto ya estaba así cuando vinimos”, dice Figgliozi, refiriéndose a la gestión de Carlos Dabalioni, que ni siquiera se molestaba en asistir a las mesas de trabajo del Rectorado.

Figgliozi se apura en aclarar que nunca dio de baja ningún contrato, como separándose de la política generalizada que ha implementado la gestión Cambiemos en la ciudad: “Sabemos que tampoco estar contratada es una situación muy piola para las trabajadoras. Estamos hablando con la nueva jefa de personal a ver qué podemos hacer, y ya pedí que a nuestros trabajadores los pongan en riesgo de calle, algo que sólo tiene Control Urbano”, explica.

La metodología de la Dirección consiste en trabajar con las familias junto a un operador y tres profesionales (abogado, psicóloga y trabajadora social) encargados de coordinar con Salud o Desarrollo Social, según corresponda. En algunos casos hasta se acoplan dos operadores de Provincia: “Ahora volvieron a la calle, porque estaban capacitándose. (A las autoridades) les parecía que si nosotros teníamos recursos, no tenían por qué ayudarnos”, se queja Figgliozi. Accedieron a trabajar en conjunto sólo después de los reiterados llamados del Rectorado.

Algunos operadores tienen más empatía con los pibes de la calle: “Ellos, a su vez, también fueron chicos recuperados”, comenta Figgliozi. Ramiro y Sebastián son dos de ellos. La directora planea capacitarlos más, aunque eso requiera dinero e inversiones: “Estamos en eso”, repite. También advierte que con alguno de los pibes habrá que trabajar con Adicciones; “aunque la ley de salud mental cada vez más restringe el tema de la internación, a veces no hay más remedio”, apunta.

Ramiro no es mucho más grande que los adolescentes mayores que frecuentan plaza Matheu. “En la plaza están los travestis que toda la noche les dan cocaína”, dice. La visión de los operadores es que las travestis regalan droga con la lógica de cualquier transa; cuando la bolsita se termina, lo primero que hacen los pibes es salir a “hacer cagada” para conseguir más. Comentan que algunos nenes tuvieron que someterse a una internación, aunque sea ambulatoria, en lugares como Reencuentro: “Ahí más que nada los tienen ocupados, porque si no piensan en salir a la calle o en drogarse. Es así”, dice Sebastián.

Una de las demandas más urgentes de la Dirección, que según Figgliozi la Provincia atendería, es que el ex CAT (Parador Juvenil) comience a funcionar en la órbita platense y la Dirección continúe en esa línea: “Acá caen pibes de todos lados, Quilmes, Berazategui o Almirante Brown”, dice. Las responsabilidades parecieran ir en crescendo hasta el Organismo Provincial de Niñez. Su directora ejecutiva, Pilar Molina, se negó a hablar con La Pulseada y tampoco permitió el contacto con autoridades de segunda línea. Mientras tanto, el trabajo de la Dirección, coordinando con familias y ministerios, camina lento. Y aunque las facultades están cerradas para ellos, de vez en cuando los pibes siguen yendo: tiran piedras o revolean botellas, su forma de decir “todavía seguimos existiendo”.

 

 

De abrazos y piedras

Uno de los problemas más grandes que identificó el Espacio de Niñez de Humanidades fue la falta de saberes y experiencias circulantes que abordaran el tema de una niñez vulnerable y no hegemónica, con distintos modos de relacionarse. “Estaba la idea de que retar a un pibe es re bajón, re gorra, re careta. Entonces no había que retarlos. Fuimos viendo que los pibes no encontraban ningún tipo de respuesta institucional coherente, que no fuera opresiva pero sí planteara un límite”, explica Paula Talamonti.
Los pibes empezaron a jugar con las grietas que se abrían entre esos desacuerdos. “Obviamente, son pibes que están en situaciones de mucha vulnerabilidad y tienen también códigos muy violentos, distintos a los de un estudiante de clase media que estudia en la facultad. Entonces, su manera de resistir a los límites que no les gustaban era tirar una piedra”. Pero en la facultad nadie tira piedras: se trataba de construir sentido acerca del lugar en el que estaban, más que impedir el ingreso o dejar que actuaran con total indiferencia.

“Pensar lógicas artesanales”

Una de las prácticas más comunes entre los estudiantes era hacer como si los chicos no estuvieran. No quizás desde un lugar estigmatizante, como podrían hacerlo transeúntes en la calle, sino intentando generar vínculos de confianza a través de la permisividad. Eso, a largo plazo, no funcionó: algunos trataban a los chicos como si fueran adultos –por su forma de hablar o comportarse, o por el hecho de que consumen alcohol o drogas– y otros intentaban prever y evitar situaciones violentas entre pibes y estudiantes, o viceversa.
Según Tomás Bover, uno de los aspectos que necesitaban cuestionarse con estudiantes y militantes era la homogeneización de los pibes: abolir las intervenciones a modo “receta” que no contemplan particularidades. “Hay que pensar lógicas artesanales y específicas para cada uno de ellos, trabajar con la especifidad de cada vida, cada pibe, cada momento”, opina. Desde la facultad intentaron fomentar esas lógicas de intervención, teniendo en cuenta que los estudiantes serían futuros trabajadores sociales. Pero todavía necesitaban garantizar presencia estatal. “El trabajador social no trabaja por su propia voluntad, sino porque tiene recursos y cargas públicas en aquellos lugares del Estado donde se trabaja con los pibes. Teníamos que reclamar y garantizar la presencia del Estado a partir de nuestros vínculos con los pibes”, afirma Tomás. Por eso, a partir de situaciones generales o puntuales, intentaron coordinar con las áreas de Niñez y Adolescencia provincial y municipal. Aunque hubo resultados, fueron lentos y transitorios.
“La gente cree que los pibes están abandonados, pero es necesario hablar de singularidad”, insiste Rita Figgliozi, desde la Dirección local de Niñez. Asegura que están trabajando en los barrios con cada familia. Los operadores conocen, por ejemplo, al padre cansado que fue a buscar a Palito a plaza Matheu: “Es viudo, trabaja para la Municipalidad y los atiende lo mejor que puede, pero está desbordado. A la mañana los lleva a la escuela; cuando salen él ya no está”. Cuando salen y su papá no está, el desamparo. La plaza Matheu, el centro, la diagonal. Un eterno deambular sin destino.

 

 Fe de erratas: La redacción de la Revista aclara que son 12 y no 5 los operadores de la Dirección de Niñez y Adolescencia Municipal, como se consignó en este informe. 

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