¿Quién puede pescar en el Paraná?

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132-ParanaPerseguidos por un decreto de 1989, los “malloneros” correntinos trabajan clandestinamente para subsistir. “Como si fuésemos ladrones”, resume Quico Gómez. Boom inmobiliario, discursos ecológicos y tensiones entre pescadores comerciales y “deportivos” en el noreste argentino.

Texto y fotos Jerónimo Rivero

Quico Gómez tiene 65 años y vivió toda su vida a orillas del río Paraná. Es pescador artesanal o mallonero, como se dice en el noreste de nuestro país, por los mallones o redes que utilizan. Hace 35 años que vive, con su extensa familia, en Picicultura, el barrio de pescadores de la pequeña ciudad costera de Bella Vista, de 30.000 habitantes, en la provincia de Corrientes.

Cuando llegó allí, Quico sacó su licencia de pesca y su trabajo era legal. Venía de la costa de Santa Fe, de Puerto Piracuacito, asediado por las inundaciones. Pero en 1989, diez años después de su llegada, el lugar se declaró “zona de reserva” y la pesca con mallón quedó prohibida hasta hoy. Con cuatro hijos, Quico ya estaba instalado en lo que hoy es su vivienda. Desde entonces, su trabajo y el del resto de las familias de Picicultura se volvió ilegal. “Acá todos somos pescadores. Y todos trabajamos clandestinamente. No puedo enseñar mi mercadería a la gente porque es ilegal”, cuenta Quico.

Como él, cientos de pescadores malloneros y sus familias viven a la vera del río en la zona declarada de reserva por el decreto provincial N° 1970/89. Incluye el tramo del río Paraná que va desde la boca del arroyo Izoró al Sur y la desembocadura del arroyo de Ambrosio al Norte. Comprende los márgenes del río pertenecientes a la ciudad de Goya, al municipio de Lavalle y a Bella Vista. Solamente en Bella Vista hay más de 100 embarcaciones de las que dependen unas 300 familias. Un barrio entero. Esta problemática se repite en el 90% del río Paraná en territorio correntino, donde éste y otros decretos han ido cercando y volviendo ilegal el trabajo de los malloneros.

Para llegar a casa de Quico hay que seguir la costanera dirección al norte, pasar el balneario, el club náutico y las coquetas cabañas para turistas. Cuando se termina el pavimento, el paisaje cambia abruptamente. Entonces hay que seguir por unas callecitas de tierra y piedras y girar por una cortada a la izquierda en dirección al río. Es una barriada humilde que se hace intransitable cuando llueve. Allí todo el mundo lo conoce y lo respeta, por su experiencia y conocimiento del río y por su incansable lucha contra las injusticias de su colectivo. La casa de Quico es sencilla y está justo frente al río.

El trabajo mallonero

Los malloneros realizan una pesca de supervivencia. Se meten todos los días al río con unos botes de madera artesanales que son impulsados por pequeños motores fuera de borda (levantan 5 o 6 kilómetros por hora) o a remo y un mallón (red) de hilo, también artesanal. En las zonas de reserva (como Bella Vista) deben cruzar el Paraná (según el lugar, entre 5 y 10 kilómetros) hasta llegar a jurisdicción de Santa Fe. Allí sueltan las redes en “canchas”, espacios previamente librados de ramas y obstáculos donde trabajan varios pescadores. En Santa Fe no está prohibido pescar con mallón, pero ellos no pueden hacerlo por no tener domicilio legal allí, entonces también son perseguidos por las autoridades de esa provincia. “Son más tranquilos, entienden la situación”, comparan. Después deben volver, al atardecer, huyendo de las patrullas de Prefectura y de la Dirección de Fauna y Flora correntina. Muchos salen también de noche a probar suerte en la inmensa oscuridad del río. “Como si fuésemos ladrones”, se lamenta Quico. Así todos los días, hace 25 años.

A los 65 años Quico es flaco y ágil. Se tira encima de la barca y baja, y va de acá para allá como saltando. No parece un abuelo. Pero lo es. Tiene 11 nietos. Nueve están en Bella Vista y dos en Buenos Aires. Siempre hay alguno de ellos rondando por ahí. Anda en alpargatas, pantalón deportivo y camisa. Se acomoda en la silla una y otra vez antes de seguir. “El pescador es una persona poco instruida. En un 80 o 90%, analfabeto”. El número importa poco; habla de otra cosa. Enlaza un tema con otro, con verborragia. A medida que se mete en la situación de los malloneros de la zona se va como inflando, levantando quizá inconscientemente el tono de voz.

“Más arriba, allá en Empedrado, ellos pueden trabajar. La familia de mi mujer, allá de Piracuacito, también. Nosotros no. Pero lo hacemos igual. ¿Qué otra cosa queda si no trabajar para mantener a la familia? He pasado los años que tengo de vida navegando el río, cruzándolo de acá para allá. Lo conozco como nadie. Yo lo respeto y él me respeta a mí. Soy pescador. ¿Qué otra cosa quieren que haga?”.

Está atardeciendo sobre el Paraná. Las chicharras forman un coro tan estridente que hay que hacer un esfuerzo para poder escucharse. “Al pescador no lo podés sacar del río. Él nació en el río y vive del río. Además, no es ninguna deshonra pescar”.

Quico está sentado al frente de su casa, debajo de árboles frutales. Sobre la mesa de madera hay una pava y un mate, que él ceba con paciencia. A su alrededor hay varias mujeres y niños pequeños corriendo y jugando. Uno de ellos es Valentino Javier, de cuatro años, uno de los 11 nietos de don Quico. Juega a construir una caña de pescar. Tiene una varilla de caña grande y desenreda una tanza que parece demasiado larga. Quiere cortarla con la boca y no lo consigue. Chilla y pelea hasta que lo logra. “Te falta el anzuelo”, le dice Quico. Entonces Valentino sale corriendo y se pierde por detrás de la casa. Al rato aparece con dos peces, uno en cada mano, y una sonrisa en la boca.

Territorio en disputa

El río Paraná y su cordón ribereño conforman una zona codiciada, por su riqueza ictícola y su creciente valor paisajístico e inmobiliario. El turismo como política del Estado correntino se propone la explotación de estas bellezas y, por lo tanto, una serie de emprendimientos comerciales en torno al río y sus recursos. Así, grupos económicos de poder, en avenencia con sectores del Estado, han difundido la teoría de que son los malloneros los culpables directos y primeros en la degradación del río y su ecosistema. Muchos medios, especialmente diarios y canales regionales, se encargan de construir esta estigmatización.

El problema ecológico del Paraná se solucionaría, entonces, erradicando a estos pescadores del río. Esto a pesar del déficit de datos científicos sobre el estado de sus recursos ictícolas y de las monstruosas hidroeléctricas construidas en su cauce (del funcionamiento de sus turbinas, que ha matado centenares de miles de peces; del efecto barrera que ejercen todas las represas del alto Paraná, que tiene consecuencias nocivas sobre los humedales, que son las áreas naturales de cría) a pesar del vertido de efluentes cloacales de los centros urbanos. También a pesar de la deforestación y contaminación por pesticidas y metales pesados de la industria y los campos que la circundan. Estos residuos son volcados, cuando no directamente en el río, en lagunas, bañados, arroyos y riachos que finalmente desaguan en él. “La tanza se corta siempre en su parte más débil”, dice cansado un día Quico. Y parece tener razón.

“El río no es igual para todos”

Mientras a los malloneros se los persigue (¿por depredadores?; ¿por pobres?), la pesca deportiva atrae cada año a más y más turistas y el río se transforma en la metáfora más cruel: grandes lanchas con motores de 250 caballos de fuerza se lanzan a altas velocidades para que sus tripulantes (turistas) pasen un buen momento en contacto con la naturaleza. Están de vacaciones o en su tiempo libre, y les estropean el paisaje y el humor esos barquitos de madera y esa gente humilde que cruza el río con redes buscando peces como único medio de subsistencia. La pugna entre deportivos (turístico) y comerciales (malloneros) es notoria y tradicional en el noreste argentino y pone de manifiesto una pugna de clase.

“Ellos son de arriba, nosotros somos del bajo”. Esa la versión de Quico. Cuando habla de él y de sus compañeros se refiere a los pescadores. Los “otros” son los deportivos.

Su trabajo, aunque tradicional en la zona, no es considerado un verdadero oficio; sus hábitats son considerados desiertos y la sociedad suele suponer que la solución para integrarlos es la reconversión de estos trabajadores a otras actividades productivas. Así lo interpreta Nidia Piñeyro, docente e investigadora de la Universidad Nacional del Nordeste, que se ha dedicado durante la última década al estudio de esta problemática.

“Producir en las orillas significa, en este caso, practicar un oficio desestimado por la economía de mercado, la política y la opinión pública. Este imaginario adverso al pescador es un concepto de grupo pero, también, un estereotipo”. Nidia ha publicado varios trabajos sobre los discursos de los medios locales respecto a los malloneros y sobre el proceso de estereotipación.

“Estos pescadores son categorizados como ignorantes, piqueteros, depredadores, pero nunca como trabajadores del río —continúa—. No es forzado sugerir que la prensa local tiene una posición respecto de la pesca comercial (malloneros) y elabora una estrategia para comunicarla. No sólo hay un desbalance en los espacios asignados a artesanales y deportivos, una desproporción numérica en la selección de los mensajes emitidos por sendos grupos, sino una desvalorización sistemática de los pescadores artesanales que coincide con el imaginario de los deportivos”.

Nidia es enfática: “El río no es de todos por igual. Hay ‘otros’ para quienes las reglas del juego son distintas… hay una consideración política discriminatoria sobre una minoría por parte de la clase dominante, de la cual son portadores los pescadores deportivos, la prensa y algunas instituciones del Estado”.

Sin embargo, la lucha de los malloneros por hacer respetar su trabajo y sus territorios es de larga data. En el Chaco y otras regiones de Corrientes han logrado organizarse en asociaciones malloneras que, aunque no han acabado con la marginalidad y los estigmas, han logrado un frente común en defensa de sus derechos y sus territorios, que les ha permitido participar de algunas discusiones políticas sobre el Paraná y sus recursos. Pero en Bella Vista no. “Cada uno va por su lado —cuenta Quico—. Hubo intentos de organización que no funcionaron. La persecución hace que los compañeros no quieran juntarse. Desconfían, tienen miedo”.

 

 

Mientras, en una de las islas que forman el cauce del Paraná un grupo de malloneros sentados en círculo descansa y espera su turno. Al otro lado de la isla hay otro grupo y más allá, muchos más. Aparecen primero como ínfimas siluetas en la inmensidad. Hay un mate amargo y un cigarro dando vueltas. Están en silencio. El más joven viene y va preparando el fuego para la sopa (de dorado) que almorzarán en un rato. Otro está parado frente a su bote y desenreda sobre él el mallón para el próximo lance. Hace mucho calor. Los mosquitos y las viuditas (tábanos de un tamaño extraordinario) están insoportables. Además, no sale nada y ya es casi mediodía. Apenas sacaron para la comida. No es un buen día. Si sigue así algunos tendrán que quedarse por la noche, también. Y volver cruzando los seis kilómetros que los separan de la costa de Bella Vista en la más absoluta oscuridad. Si los agarran Gendarmería o las patrullas de Fauna y Flora les sacan todo, hasta el mallón. Y a volver a empezar.

 

Apoyo internacional

Organizaciones como Oldepesca (Organización Latinoamericana de Desarrollo Pesquero) y FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) apoyan el trabajo de pescadores artesanales de todo el mundo —en particular, en los países en desarrollo—, promoviendo sus derechos humanos y salvaguardando un uso sostenible de los recursos pesqueros de los que dependen para subsistir. Estiman que en la pesca de pequeña escala en América Latina y el Caribe participan más de dos millones de pescadores que contribuyen de manera vital a la seguridad alimentaria mundial, la nutrición y la erradicación de la pobreza. La actividad representa, según la FAO, más del 90% de la pesca de captura del mundo, y supone una valiosa fuente de proteína animal para millones de personas.

En lugar de erradicarlos del río, estas organizaciones proponen facilitar a los pescadores artesanales el acceso al recurso natural (con todos los controles correspondientes) ya que, se supone, lo verdaderamente importante es el acceso de la población a la alimentación, su correcta nutrición y la erradicación de la pobreza.

 

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