«Me hago cargo de mi propia historia»

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Amor Perdía, la hija del líder montonero Roberto Cirilo Perdía, es escritora e historiadora. Habló con La Pulseada de su crianza en la guardería de Cuba, el desarraigo, el tiempo del regreso, la militancia y la experiencia de crecer y desarrollar una vida propia con la figura de su padre omnipresente.

Por Margarita Eva Torres
Fotos: Gabriela Hernández

 

Vicente Zito Lema dijo que “no se construye el porvenir sin una conciencia viva de la historia, que como el agua de la existencia, como espacio inédito del ser, toca los talones, golpea en la espalda, limpia los ojos y así sucesivamente hasta el último día de nuestras vidas”.

Nací en 1973 en un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Supe lo que significó el golpe de Estado de 1976 varios años después, por lo que los mayores de la familia contaban o por alguna que otra noticia que llegaba a mis manos. Por eso, cuando conocí a Amor Perdía, que nació en el mismo año, me di cuenta de cómo puede influenciar en la subjetividad de cada uno las circunstancias histórico-políticas. Y cómo siendo contemporáneas, las personas podemos vivir realidades tan distintas.

La frase del comienzo está presente en el prólogo del escritor al libro “Montoneros. El peronismo combatiente en primera persona”, de Roberto Cirilo Perdía, uno de los líderes de la mítica agrupación guerrillera y padre de Amor.

Ella tuvo una infancia itinerante. Clandestinidad, exilio, riesgo y lucha eran vocablos de su cotidianeidad. Sabía que sus padres, junto a los padres de otros chicos con los que solía compartir tiempo, estaban luchando por un país mejor para todos y que cuando al fin lo consiguieran, todos disfrutarían de esa conquista.

¿Quién soy? He aquí una de las preguntas motoras de la existencia humana. Amor aclara de entrada: “Yo no soy mi papá. Soy otra persona”. Llevar un apellido cargado de historia puede ser un peso, sobre todo en la adolescencia, cuando se establece la propia identidad, que si bien es siempre en relación a otros, es, por definición, diferente de los otros. En esta entrevista con La Pulseada, la profesora de historia y escritora cuenta cómo fue su infancia en el exilio, cómo fue vivir con la conciencia de que quizás sus padres podían no volver y cómo fue el proceso de constituirse sujeto, atravesada por la historia de otros, pero con una historia propia que tuvo que hacerse lugar.

–Tu vida es una vida signada por la historia…
–Sí, pero quién no. Me llamo Amor Victoria, lo cual era todo un proyecto político, según me contaron mis viejos. Amor me llamo por mi mamá, que tiene ese nombre y se lo puso mi abuelo anarquista. Ella tiene dos hermanas que se llaman Libertad y Luz. Victoria era por la victoria camporista del ‘73, año en el que nací. Era un resumen histórico de lo que había pasado en la familia y en el país.

–¿Cómo fue ser la hija de una persona con tanto protagonismo político?
–Yo pasé toda mi infancia en el exilio. Cuando mis viejos se tuvieron que ir de la Argentina me fui con ellos y volví recién en 1983. Estuve dos años viviendo con mi abuela, después me volví a ir y regresé en 1986. Hice acá la secundaria, que fue la etapa más dura, porque afuera vivía con mis viejos o algún otro compañero que pensaba igual a ellos. Pero volver a la Argentina en 1986 tenía el peso de ser Perdía. Estábamos en plena teoría de los dos demonios, o sea que mi papá era un demonio. En la escuela entraba un profesor y preguntaba ¿Quién es Perdía? Siempre tenía que empezar dando excusas y no tenía espacio para demostrar que era otra persona. Tenía que mostrar que era hija de mi papá, pero que podía ser otra persona. Esa etapa me costó muchísimo. Ya llegaba con prontuario a cualquier parte y tenía que explicar: ni negarlo ni decir que era lo mismo, sino que era esencialmente otra persona.

–¿Dónde viviste durante el exilio?
–La mayor parte del tiempo en Cuba, que es donde hice la escuela primaria. Hice parte del jardín de infantes en Perú, España y México. Pero el tiempo más largo y estable fue en Cuba. En Perú, España y México estuve con mi mamá. En Cuba por ahí mi mamá no estaba y me quedaba en “la guardería”, que era una casa donde estaban varios hijos de compañeros. Nos criábamos juntos, era nuestra casa, pero después íbamos a la escuela común, como el resto de los cubanos.

–¿Cómo era la “Guardería de Montoneros”?
–Era una casa con muchos chicos. Una familia numerosa, no una institución educativa. Le pusieron ese nombre porque al principio eran todos chiquitos y eso parecía, pero era estar en casa. Quienes nos cuidaban eran compañeros (los tíos, para nosotros). Y eran ellos quienes nos ponían los puntos y nos contenían, eran tíos en serio, en ese sentido. Familia y militancia no eran aspectos que se pensaran en forma separada en ese momento.

La idea de militante de entonces es distinta a la que hoy tenemos. Hoy uno pude militar de 12 a 18 horas y luego vuelve a su casa. La militancia en aquel tiempo era todo, la vida, con el proyecto de que tus hijos, después, vivieran eso por lo que vos estabas luchando. Eso era natural. Si no estaba con mis viejos, estaba en la guardería o en la casa de algún otro compañero, que era el mejor lugar donde uno podía estar en esas circunstancias. Ahí uno no tenía que explicar nada, porque lo que te pasa es lo mismo que le pasa al resto. Todo eso metido dentro del contexto de Cuba, más natural aún. Había una coincidencia entre lo que se decía en casa con lo que se vivía afuera.

En Cuba todo se hacía por un objetivo superior a lo individual, uno iba a la escuela no sólo para educarse y mejorar como persona, sino para ser útil a la revolución, poder servir al resto de la sociedad. Entonces era coherente, a mis ojos de entonces, que mis viejos trabajaran por una revolución y yo estudiara con el mismo propósito.

–¿Cómo fue la experiencia escolar en Cuba?
–La escuela era bella, por lo menos para mi lo fue. Exigente, pero llena de actividades extras. Como estábamos desde las 8 a las 16,20, así los padres podían trabajar 8 horas diarias, teníamos muchas actividades diversas. No puedo decir que haya sido mala alumna, pero la pasaba mejor en arte, educación física, canto o teatro, que en matemática o lengua. Así que disfruté mucho todas esas actividades extras.

–¿Fuiste feliz en Cuba?
–Mucho. Profundamente feliz, pese a que quería estar con mi mamá y mi papá en mi casa. Pero en ese contexto, tuve algo grupal que no volví a sentir nunca más en ningún lado, una cosa de pertenencia difícil de explicar. Es sentir con el otro: si algo al otro le duele, a vos también te duele, pero si el otro es feliz, vos también lo sos. Como si las emociones se pudieran repartir. Entonces nada es lo suficientemente pesado, ni uno es egoístamente feliz sin importarle si los de alrededor lo son. Es una sensación de protección que no volví a sentir. Desde entonces he buscado y he encontrado grupos lindos donde trabajar, pero esta cosa de pertenecer a algo colectivo y sentirse protegido, no lo volví a percibir.

–¿Cómo era la vida cotidiana?
–La revolución se apoyaba en una idea de reparto colectivo de todo y eso es lo que cuesta más comprender desde el sentido individualista y meritorio que nos trasmite el capitalismo. Esto grupal alimenta no sólo la teoría, sino el día a día. Por ejemplo la comida: se repartía lo que había entre todos, por eso era racionada. Cada familia tenía una libreta (que era un carnet donde decía quiénes eran los miembros de la familia y las edades) y, según eso, te tocaba una cierta cantidad de alimento. Si había niños tocaba más leche, si había personas mayores, alimentos reforzados. Y después vos comprabas lo que querías dentro de eso que te tocaba “por la libreta”. Luego estaban los negocios donde comprabas “por la libre” (sin libreta), y ahí no había límites. Tampoco había muchos productos. Una cosa de cada tipo. Ni marcas diferentes, ni etiquetas coloridas. Sé que la imagen que se tiene del socialismo es el de la uniformidad, porque no hay diferentes productos para elegir, pero no es lo que yo vi. A esa uniformidad de oferta ellos le ponían creatividad centroamericana. Y ese combo es único, Marx no lo podría haber imaginado. Con el mismo retazo de tela cada uno confeccionaba un modelo distinto, con recursos iniciales similares salían productos únicos. Eso es creatividad. Acá tenemos negocios repletos de marcas diferentes, pero después todos queremos ponernos las mismas zapatillas porque en la tele dicen que son las mejores. Y, encima, nos ponemos tristes cuando el bolsillo sólo nos da para comprar una segunda marca. En Cuba los pioneros (los alumnos de primaria) eran los privilegiados. Recuerdo que los fines de semana había muchas actividades culturales o deportivas para hacer. Además de una semana al año de campamento en la playa. También es cierto que me tocó la mejor etapa de la Revolución, cada año había más recursos y eso se veía en más actividades y posibilidades.

–¿Cuánto tiempo estuviste en Cuba?
–Llegué en enero de 1979 y estuve hasta enero de 1989, fueron diez años, aunque no fueron seguidos, fui y volví. En 1983 y 1984 estuve en la Argentina y después volví a la isla. En esos diez años, viví o estuve parte del año en Cuba.

–¿Esa itinerancia marcó tu personalidad?
–Puede ser. Me cuesta asentarme en un lugar, pertenecer y dejar que me pertenezca. Yo ahora tengo hijos y hace 9 años que vivo en La Plata, vinimos cuando mi hija mayor era muy chica y el menor era bebé y trato de que a ellos no les pase lo que a mí. Una vez que salió la idea de irnos a vivir a otra provincia, mi hija me dijo que no, que ella quiere terminar la primaria y secundaria acá. “Es lo que ella quiere y lo que yo nunca tuve”, pensé. Es el mismo barrio, la misma escuela, los mismos amigos. Ella lo tiene y lo defiende. Yo no lo tuve. Por ahí, eso me marcó. El vivir cambiando de lugar, el no echar raíces, el no saber lo que se siente pertenecer a un lugar. Mi hija sí lo sabe.

–¿Cómo fue asumir quién era tu papá y comprender las circunstancias históricas que hicieron que él tuviese un papel tan jugado?
–Cuando era chica y estaba en la guardería, o con otros compañeros, nunca percibí que mi papá era distinto al de los otros, era exactamente igual. Esa particularidad la percibí cuando llegué a la Argentina, con esto de la teoría de los dos demonios, el Juicio a las Juntas y el pedido de captura a los jefes guerrilleros. En ese contexto mi papá era un demonio. Era tomar conciencia de que mi papá era visto socialmente como un demonio. Eso fue muy fuerte. Yo, en ese tiempo, vuelvo a vivir con mi familia, los que habían quedado en Argentina. Los que habían vivido durante la dictadura acá y habían sufrido el “disciplinamiento” por el miedo que se había ejercido en esos años. El silencio era fuerte porque me decían “no hables de esto”, “no digas nada”, “no entres en conflicto”. Y parecía que cualquier cosa podía desatar un conflicto, entonces era mejor no hablar. Eso fue muy doloroso. Creo que acentuó una timidez natural, porque todo lo que traía no lo podía conversar. Si no podía decir que había estado en Cuba, entonces no podía decir nada. Toda mi secundaria la transité sin poder decir. Estaba en el quinto año cuando se da el indulto que permite que mi viejo vuelva. Ahí, muchos compañeros de la secundaria me dijeron: “¡Ah! ¿Ese es tu papá?” Mis compañeros no lo sabían porque yo no hablaba. Fue en la facultad donde pude defender algunas cosas y sobre todo marcar una diferencia. Justo fue en los años ’90, el peor momento para militar, parecía que no se podía creer en nada, por aquello del fin de las ideologías.

–Los contextos cambian y hubo una nueva mirada. ¿Ibas tomando consciencia de que mucha gente también reivindica esa militancia?
–Sí. Siempre he recibido malas visiones como buenas y a los dos sectores les digo lo mismo: yo no soy mi papá. Porque algunos piden excusas y otros agradecen y yo les digo que no merezco ninguna de las dos cosas, porque soy otra persona y me hago cargo de mi propia historia. Pude hablar más a partir de la película “La guardería”. Significó reencontrarme con los “chicos” de aquel momento y charlar entre nosotros, ver que esto del silencio era común y que a muchos les costó hablar. Lo interesante es que todos tienen algún tipo de militancia, hay una necesidad de buscar un colectivo en todos, algunos lo lograron más que otros, pero se ve que la necesidad está. De todo esto pudimos volver a hablar. Pero eso pasó en los últimos años, no mucho más atrás.

–¿Qué rol tuvo tu mamá?
–Ella también era una militante, no era solamente la “señora de”. De hecho tuvo su propia trayectoria y la veo mucho más resistente, porque es de esos personajes de los que se sabe menos, que son menos visibles, pero que han hecho muchísimas cosas. Un auténtico perfil bajo. Ella entró muchas veces a la Argentina durante la dictadura para hablar con las Madres, para organizar cosas, tuvo un nivel menor de exposición pero de riesgo mayor. Ella es docente, profesora de ciencias de la educación. Cuando volvió la democracia regresó a las escuelas, y para mi fue volver a conocerla, o conocerla en un rol distinto. Creció la admiración al ver el cariño y el respeto que le tenían en la escuela. Me gusta andar con ella y encontrar a un alumno o alguna docente de la escuela en la que era directora, y ver el cariño con que la saludan. Me siento orgullosa.

–¿Eras consciente del riesgo en el que permanentemente estaban?
–A muchos de los chicos de la guardería les avisaban que los padres habían desaparecido o habían muerto. Eso era algo que se sabía y algo que le podía pasar a cualquiera, porque los padres entraban y salían, y cuando un padre se iba, uno sabía que podía no volver. Eso es terrible y doloroso. Triste, pero habitual. Por eso digo que tuve una etapa feliz, en el marco de una posible ausencia permanentemente.

–Eso tiene un gran impacto en la subjetividad de una persona
–Sí, tiene un gran impacto, pero cuando es cotidiano no es algo sobre lo que uno reflexione o hable permanentemente. Está presente como posibilidad siempre, es un miedo habitual. Uno toma conciencia después, ya más grande. En ese momento, lo colectivo hacía también que el dolor fuera repartido, entonces resultaba menos duro. Para mi lo peor era irse de la guardería con ese dolor, como si te llevaras algo muy pesado que ahora te tocaba cargar solo.


La isla y la desilusión

–¿Volviste a Cuba?
–Volví en 1999 a un congreso de historia y era otra Cuba. Yo amo el lugar como uno ama los lugares de la infancia, pero caído el Muro, no era la misma. Si bien salía de los peores años, el llamado “período especial”, se mostraba resquebrajada en algunos valores que antes eran sostén. Cuando yo vivía allá había como una escala de trabajos que ellos consideraban “socialmente útiles”, y allí entraban, por ejemplo, los docentes. Ergo, tenían un nivel de salario alto en la escala porque era un trabajo considerado valioso para el conjunto de la sociedad. Médicos, científicos, policías, también entraban. Cuando volví, un mozo que cobraba propina en dólares ganaba más que un docente. Entonces, cuando se da vuelta aquello que es sostén de tu sociedad, empezás a dudar. Cualquier actividad relacionada con el turismo tenía más posibilidades de conseguir cosas. Antes uno hacía un esfuerzo en estudiar porque sabías que tu trabajo iba a ser reconocido. Pero si después de hacer todo ese esfuerzo no cosechás lo que esperabas, te sentís defraudado.


 Resistir y proyectar

–¿Cómo analizás el presente?
–Con pesimismo. Veo una oleada neoliberal a nivel internacional muy fuerte y cada una, porque hemos tenido varias, termina ampliando las distancias entre los que menos tienen y los que más tienen. Será que me he puesto anarquista, como mi abuelo, pero me parece que ya no hay forma de sobrevivir en el sistema capitalista. Creo que debemos plantearnos un nuevo sistema, que debe partir de solidaridades pequeñas, cercanas y – desde allí– hacia arriba. Estas solidaridades grupales no tienen que salir sólo a partir de la queja, sino para construir algo. Por ejemplo, si nos organizamos y hacemos una compra colectiva y armamos un grupo cada vez más grande, vamos necesitando cada vez menos del mercado. Hacemos una relación entre lugares de producción –como las pequeñas huertas– y el consumo, y eliminamos intermediarios, eso es resistencia. Así, cuando me ataquen, ya voy a tener un colectivo que me ayude. No hay que esperar la inundación para juntarse. Nos quieren hacer creer que todo depende de uno, que con tu esfuerzo individual vas a poder salir y no es cierto.


Amor Perdía, nació Santa Fe en 1973 y en 1979 se fue a Cuba con sus padres. Volvió para terminar la secundaria y para recibirse de profesora en Historia, en la Universidad Nacional del Litoral. Ha sido docente rural, metropolitana, itinerante. Como escritora publicó los libros “Dos náufragos, un cronista y catorce certidumbres” (1995); “La epopeya, el emisario, los salvos y el escritor” (1996); y El testamento, la tribu y el árbol en llamas (1998). Ha escrito obras de teatro para adolescentes y en 2013 publicó su primer libro pensado para niños, “Problemas por llegar tarde”.

 

 

 


 El nombre del padre

Roberto Cirilo Perdía tiene una extensa militancia política que alcanzó su máxima expresión cuando integró la Conducción Nacional Montoneros, la principal organización político-militar de raigambre peronista durante la década del ´70. Fue cabeza en 1977, de la denominada “contraofensiva”, con la que se ordenó a los militantes exiliados volver al país. Ya en democracia fue condenado a prisión perpetua, pero en 1989 fue beneficiado con el indulto menemista que también alcanzó a los máximos exponentes de la dictadura genocida. En 2003 fue detenido junto a Fernando Vaca Narvaja en el marco de una causa por la que se los responsabilizaba de la muerte de los militantes que regresaron. Diez años después escribiría el libro “Montoneros; el peronismo combatiente en primera persona”, con el que, según sus propias palabras, intentó llegar a “los que no conocen la historia o tienen una visión parcial o desvirtuada”. Actualmente tiene 76 años.

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