Luciano Arruga, el desaparecido invisible

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Foto Milva Benitez
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Las novedades en la causa judicial (cambio de fuero y de carátula) para un caso que exhibe de forma paradigmática la conducta de la policía Bonaerense.

Por Laureano Barrera

Como ha sido siempre desde la noche del 31 de enero de 2009: ante la inacción judicial y el silencio del poder político, la familia y los organismos que la acompañan han decidido sacudir el polvo que cubre la desaparición de Luciano Arruga. “El caso de Luciano es uno más en una pauta de conducta de la Bonaerense: existen redes delictivas administradas por la Policía que utilizan a los pibes como mano de obra descartable para el delito”, dijo Horacio Vertbitsky, presidente del Cels, en una conferencia de prensa a fines del año pasado. En aquella convocatoria, la hermana de Luciano, Vanesa Orieta, condenó la inacción judicial y el desamparo del gobierno provincial. “Pedimos que por una vez los funcionarios se pongan del lado de la familia”, exigió.

También se pidió el juicio político para Roxana Castelli, la fiscal de los primeros 45 días de la causa, a quien acusan de distraer el expediente y cometer varias irregularidades. La más grave: mantener al frente de la pesquisa al Destacamento sobre el que Vanesa Orieta había señalado en su primera declaración sus sospechas por el hostigamiento sobre Luciano. Pronto otros indicios alimentaron tal presunción: libros de guardia con hojas arrancadas, patrulleros que no cumplían su rutina y habían estado detenidos durante dos horas en un descampado y dos testigos que aquella noche recuerdan haber visto a un pibe desvanecido por una paliza en un calabozo del ahora clausurado destacamento policial de Lomas del Mirador.

A partir de aquellos pedidos y por la proximidad del cuarto aniversario, se dieron algunos pasos demasiado postergados. El juez de La Matanza Gustavo Blanco declinó su competencia y la causa deberá tramitar en el fuero Federal. Ello implica su recaratulación de “averiguación de paradero” a “desaparición forzada”. Además, se ordenó la captura de Julio Diego Torales por vejaciones y severidades, de la comisaría segunda de Laferrere, en una causa que avanza paralelamente al expediente principal, en el que se investiga una detención previa de Luciano, en septiembre de 2008.

Luciano. Luciano nunca perdonó a su padre —pintor, changarín, chofer de taxi—, que un día de sus cuatro o cinco años decidió empezar de nuevo en una chacra cordobesa sin su prole y con una mujer que no era su madre. Se volvió adulto siendo niño: en poco tiempo fue el hombre de la casa y se cargó la crianza de sus hermanos menores, Mario y Mauro.

En esos años, su madre Mónica y ellos peregrinaron por los suburbios del Conurbano y la Capital: de Florencio Varela, donde vivieron en la pobreza absoluta, a una pieza de hotel en Flores que Mónica pagaba con un subsidio estatal y lo que juntaba como empleada doméstica. Luciano había dejado el colegio secundario, pero era curioso e inteligente: en ese cuarto de hotel había empezado a leer a Julio Verne. Cuando el gobierno porteño cortó la subvención, los cuatro terminaron en la calle. Su abuela consiguió prestada una habitación en el asentamiento 12 de octubre, una manzana menesterosa en medio del coqueto Lomas del Mirador, que fue la casilla donde vivió hasta desaparecer. Como no tenía baño, solía bañarse en una estación de servicio, o caminaba doce cuadras hasta lo de su hermana. Amaba a Vanesa: llevaba tatuado su nombre en tres rincones del cuerpo. Ella recuerda cómo se miraba al espejo, la cara filosa como una navaja, tensos los pectorales y los bíceps, y se jactaba de sus “tubos”. Músculos que, como muchos pibes de los arrabales, no los había modelado en un gimnasio, sino tirando de un carro de basura. Le hubiera gustado estudiar guitarra, hacer boxeo e ir a la cancha a ver a River, pero no podía, ni siquiera trabajando hasta doce horas continuadas en una fundidora de metal para hacer hebillas de zapatos.

“Peruano”, dice una pintada con trazo de nene que él mismo estampó en uno de los paredones del barrio. Era el mote que sus amigos en La 12 le habían puesto para sacarle la cabeza, y después por puro cariño. Su ausencia abrió un cráter entre el vecindario. Ahora, una ermita popular lo recuerda en la plaza de los Dos Cañones, frente al asentamiento.

El gobernador Daniel Scioli demoró tres años y medio para encontrar media hora y recibir a su familia. Durante la reunión, en agosto de 2012, prometió tres cosas: donar el Destacamento a familiares y amigos para que levanten un centro cultural y un sitio de memoria, condenar públicamente la desaparición de Luciano y exonerar a los ocho policías del destacamento de Lomas del Mirador sospechados de su tortura y secuestro. Hasta ahora no cumplió ninguna.

Damián Sotelo, Ariel Herrera, Daniel Vázquez, Sergio Fekter, Emiliano Márquez, Néstor Díaz, Hernán Zeliz y Damián Borrego habían sido pasados a disponibilidad preventivamente el 17 abril de 2010, cuando el caso aún repicaba en la prensa, pero en julio fueron reincorporados en otras jurisdicciones por orden expresa del entonces ministro Carlos Stornelli, aún cuando aparecieron más pruebas sobre su responsabilidad. Su sucesor, Ricardo Casal, tampoco hizo nada: todos siguen en funciones.

La relación de Luciano con la Policía —como para muchísimos pibes de barrios humildes— oscilaba entre el hostigamiento constante y el reclutamiento. Había sido detenido en julio y septiembre de 2008 en la comisaría de Don Bosco y en el destacamento de Lomas del Mirador. La segunda —por la que fue detenido Torales—, fue golpeado salvajemente en una cocina mientras su familia oía sus gritos. A partir de entonces, fue detenido, hostigado y hasta amenazado de muerte.

Un día de 2009, según le contó el propio Luciano a su madre, un policía lo paró en la calle:

—Laburá para mí, te doy las armas, te doy las garantías en el caso de que caigas detenido —le propuso.

Luciano rechazó la oferta. “Mientras menos sepas, mejor”, le contestó a su madre cuando le preguntó qué custodio de la ley le ofrecía quebrantarla. Dos semanas después desapareció.

La última rueda de prensa sirvió para reactualizar la ausencia de Luciano como un hecho político. Vanesa le exigió al gobernador que cumpla con su palabra, y al intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, que haga algo más que un llamado telefónico frente al hecho consumado de la conferencia. Les pidió a los medios de comunicación que hablen de la vida y de la muerte de todos los Lucianos que hoy siguen a merced de la Policía. Y a la sociedad, le rogó que se indigne: que no acepte como natural una realidad desquiciada en la que alguien, un pibe de 16 años, se desvanece para siempre.

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