El cuerpo no miente

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Yo no fui a la plaza. Nunca fui kirchnerista y pensé que si subía al micro de la despedida, me sentiría un tanto hipócrita. Decidí seguirlo por televisión. Estuve embobado, inquieto, confuso. Veía y quería más. Llamé a conocidos, charlé, busqué otras opiniones: algo me estaba pasando. Me banqué las lágrimas del funeral, soporté los mensajes de amigos que decían “dale, no seas boludo, vamos”, pero cuando al otro día el cortejo ganó la calle sentí un cosquilleo en la panza que ni les cuento. La lluvia tan melancólica, la gente lanzándose de cuerpo entero contra el féretro. Cuando el cajón subía por la correa mecánica del avión rumbo al sur, me partí en dos.

El cuerpo, sí, el cuerpo no miente: era el mismo cosquilleo de aquella vez, el discurso de Cristina frente a los del campo, defendiendo la 125 ante las pantallas del país. Era, creo, la primera vez que un presidente me arrancaba una emoción. Mi generación nació con Menem, creció con De la Rúa y experimentó a Duhalde. Vivió el 2001: un sacudón gigante como para tirar la política por la ventana. Demasiado. Y entonces, el discurso de Cristina. Desde allí, siempre simpaticé por los K sin ser K. Una cosa bastante contradictoria, lo sé. Siempre los defendí en la mesa familiar, ante los gorilas, ante el fascismo cotidiano de taxistas y en mi propia casta, la de clase media. Y siempre los critiqué cuando me enfrenté a los militantes K, tan convencidos, tan excesivamente peronistas.

No voté a Néstor ni a Cristina. Recuerdo cuando dudé en ir a la plaza a defender la 125. Con la ley de medios, sin embargo, fui. Y hubiera ido por el matrimonio gay. Y hubiera ido por la asignación universal por hijos.

Sí, el kircherismo es un magma bastante extraño en el que se mueven los Moyano y los Sabatella; el kirchnerismo es Scioli y las abuelas de plaza de Mayo; es Lázaro Báez y la Tupac Amaru.

Pero no es Macri, no es Duhalde, no es la Sociedad Rural, no es Clarín.

No, no es todo lo mismo.

El país estaba hecho mierda. La figura presidencial era un desastre. Los Kirchner no fueron pura retórica. Hicieron cosas: pusieron los derechos humanos en un primer plano, democratizaron la Corte Suprema, fortalecieron el Mercosur, rechazaron el FMI, bajaron la pobreza y recuperaron el sentido de la educación. Como también, todavía, falta profundizar medidas políticas para que cortemos la dependencia de la soja y los productos primarios, para distribuir el ingreso con impuestos más progresivos, para barrer con el empleo en negro y la flexibilización laboral. Cuesta arreglar en pocos años la destrucción de décadas, pero hay que decirlo: en nuestro país todavía hay mucha desigualdad social como para mirar hacia el costado. En esta coyuntura política, con la izquierda débilmente representada y los tiburones acechando en la orilla, hay que apoyar al gobierno. Y lo podemos hacer sin ser K.

Defiendo un kirchnerismo crítico. Yo voté a Pino. Y Pino me defraudó haciéndole el juego a la derecha con su labor legislativa. ¿Qué nos queda? Este gobierno nos da la posibilidad de correrlo por izquierda, de exigirle transformaciones sociales, de apoyarlo y cuestionarlo para que los sectores más recalcitrantes del peronismo se esfumen en el aire. Difícil tarea. Este gobierno nos complica las cosas, hay izquierda y derecha en un mismo vientre, por eso aliento defenderlo bajo el ejercicio de la crítica: una suerte de empatía que primero dice “te voy a cuidar de la derecha peronista y empresarial” para luego “no me defraudes, tenés mucho respaldo para lograr una verdadera transformación social”.

Nuestra época parió el lema “se puede cambiar la sociedad sin tomar el poder”. Es cierto, pero también necesitamos un estado protagonista, fuerte, que tenga las pelotas necesarias para enfrentar a todas y cada una de las corporaciones. Y que no olvide los Julio López, los Luciano Arruga, los Carlos Fuentealba y los Mariano Ferreyra, unos desaparecidos en democracia, otros militantes asesinados por manifestar sus luchas en la calle. Debemos seguir con el entusiasmo de tomar los espacios públicos, de militar por la justicia, mezclarnos entre generaciones y sentir que el país es nuestro, que el gobierno lo hacemos nosotros.

Néstor nos devolvió la creencia que para cambiar las cosas, tenemos que intervenir. Intervenir es tener deseos de hacer algo por el otro. El otro: ese alguien que necesita que se lo piense, que se lo tenga en cuenta, que se lo integre. La política no es sólo lo que los políticos hacen. La política está todos los días en cada acto que hacemos: en la mirada sobre los demás, en el trabajo, en la familia, hasta en el ocio. Las transformaciones más duras, quizás, son las de la vida cotidiana.

“Sentimos que se nos fue un padre”, decían muchos jóvenes en la plaza. Cuando murió Alfonsín, y se proyectaban las fotos de su primera etapa, enfrentando a la sociedad rural y a los milicos, había algo de la imagen del conductor que los K, en su mejor forma, recuperaron con firmeza y alegría. Queremos un padre presente, responsable, aguerrido. Y ser exigentes con él, sin la ceguera del fanatismo. Néstor, con sus torpezas, con sus altibajos, lo fue. Ojalá sea su mayor legado.

Juan Manuel Mannarino

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