De profesión sombrereros

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Foto: Ana Laura Luchessi

La primera fábrica que hubo en el país es también la única que sigue produciendo de forma artesanal. Se fundó en 1902, fue la más importante de Sudamérica, sufrió los vaivenes económicos y culturales de un siglo y hoy funciona por la tenacidad de seis trabajadores que buscan continuar con su oficio.

Por María Laura D’ Amico

En una esquina de Ensenada hay un predio de cien metros cuadrados que resiste el avance del mercado inmobiliario. Está bordeado de paredones ennegrecidos por la humedad y la entrada es un portón de rejas con un cartel hecho a mano que pide por favor trabarlo bien después de entrar. También hay un timbre roto al que no quieren reparar. Detrás de la reja, un jardín con césped, pinos, un banco de piedra, una parrilla sobre una chapa y tres perros pequeños separan la urbanidad actual de una tradicional fábrica del siglo pasado. El sol suave de invierno realza el verde de las plantas y contrasta con el gris de las paredes de un edificio en ruinas que muestra, en iguales proporciones, la imponencia de sus años de esplendor y las marcas que los azotes de la historia imprimen sobre las cosas.

Atravesar ese jardín permite imaginar cómo fue la vida obrera a principios de siglo XX. En la pared del frente todavía se puede ver el número 1902; antiguamente, los arquitectos tallaban en las obras de esta magnitud la fecha de su inauguración. Sobre la chimenea de ladrillos que sale de uno de los cuerpos del edificio permanecen las iniciales “BIC”, por Basso Imperatori y Compañía, el nombre con que fue fundada la fábrica de sombreros del barrio El Dique 1, que llegó a ser la más importante de Sudamérica.

Hoy, vista desde la reja, la planta ubicada en 128 y 47 conserva una apariencia similar a la de aquellos años de esplendor. Pero a medida que uno se acerca las paredes se convierten en el esqueleto de un cuerpo que se ha ido disecando y sobrevive por la débil irrigación de sólo seis trabajadores que mantienen vivo un oficio que tiende a desaparecer.

Los años dorados

Cuando Juan Amadeo y Pedro Chilibrosti llegaron de Italia como tantos inmigrantes a principios de siglo XX supieron enseguida qué hacer en este otro lado del mapa y crearon la primera fábrica de sombreros del país. Era, además, la más importante de América latina, porque era la única que tenía lavadero de lana. El coloso que funcionaba con máquinas a vapor, última tecnología de la época, empleaba en tres turnos a unos 600 trabajadores, en su mayoría de Berisso y Ensenada, y producía miles de sombreros mensuales que se esparcían hacia diversos destinos.

Una veintena de fotos recuperadas por los fotógrafos Ana Laura Luchessi y Xavier Krisckautzky, que realizaron en el lugar un trabajo de investigación (ver aparte), muestran en blanco y negro escenas de los años dorados: obreros con uniformes, prolijamente uno al lado del otro en extensas mesas de trabajo; las máquinas despidiendo vapor; pilas de sombreros listos para ser embalados en cajas y salir al mercado.

Hoy los vecinos de El Dique se dividen entre los que tienen algún familiar que trabajó en la fábrica y los que no saben que existió o aún funciona. En una entrevista al diario Tiempo Argentino publicada el último 24 marzo, la Madre de Plaza de Mayo Hebe de Bonafini, que nació y vivió en ese barrio, contó que su padre era un español que había llegado a los 10 años escapando de la Guerra Civil Española y “trabajaba de prensador en una fábrica de sombreros”. Agregó: “Creo que fue el tipo que más me enseñó a trabajar”. También su marido, Humberto Alfredo Bonafini, se empleó en la fábrica.

En los ’50 el sombrero dejó de ser un artefacto de moda y este negocio que había sido rentable durante medio siglo comenzó a sufrir los reveses del cambio de una época. Desde entonces BIC fue pasando de manos y disminuyó su producción. En los ‘70, Ricardo Leónidas Cartas, un hombre llegado de Buenos Aires con gran habilidad para los negocios, la compró y retomó la producción de sombreros de lana, pelo y cuero. Cuando murió, en el año 2000, quedó en manos de sus dos hijos, que la llevaron a la quiebra. Había 38 empleados.

“Se indemnizó a todas las personas que trabajan y la fábrica cerró”, recuerda en diálogo con La Pulseada Ricardo Molina, que trabajó allí entre 1988 y 1991, hasta que consiguió un puesto que conserva en el Sindicato de Trabajadores Tintoreros, Sombrereros y Lavaderos de la Republica Argentina (UOETSyL). En su oficina de la calle 46 de La Plata, Molina asegura que cuando ingresó a la fábrica fue el empleado 101. Todavía se hacían sombreros de pelo de liebre, de cuero y panamá. El edificio no se llovía, las máquinas funcionaban y se vendía la mercadería, con distintas marcas según la calidad. Por ejemplo, los que tenían el sello de “Aymará” se exportaban a Bolivia; los “Líder” iban a otras provincias, como Salta, Jujuy, Entre Ríos, Santiago del Estero y Río Negro.

Molina afirma que con Cartas se terminó la época en la que la fábrica funcionaba como tal. Muchas de las maquinas fueron vendidas a México. Otras tantas se remataron como chatarra. “Tuvieron que juntar hasta el cobre para vender y darle a la gente”, cuenta Graciela Acevedo, que sigue trabajando en la actualidad.

Te declararé de interés y te olvidaré

En el 2000 una ordenanza del Concejo Deliberante de Ensenada declaró “de Interés Histórico el predio y la Fábrica de Sombreros de la localidad de El Dique”. En 2002, otra ordenanza declaró “Patrimonio Ensenadense la mano de obra y la producción de la centenaria Fábrica de Sombreros”, y encomendó al Departamento Ejecutivo gestionar ante el Ministerio de Producción bonaerense “la instrumentación de medidas conducentes al fomento productivo y protección de la continuidad laboral, tanto por su aspecto artesanal, como por su condición exclusiva en la Provincia”.

La prensa local informa que ese mismo año la Municipalidad anunció que gerenciaría por 15 años la fábrica, a raíz de una importante deuda (de $70.000 de entonces) en tasas municipales. En esa oportunidad se prometió que se firmarían cuatro contratos con empresas de la región para instalar emprendimientos: un vivero, una editorial, una fábrica de fideos y una sombrerería. Nada de esto ocurrió.

Los que le siguieron a Cartas sostuvieron una producción de sombreros mucho más modesta y en condiciones muy precarias. En los ’90, Raúl Bogetti, que tuvo una sombrerería en 55 entre 7 y 8 hasta hace alrededor de un lustro, acordó con los hijos de Cartas alquilar el lugar para continuar con la producción. Bogetti tenía a los trabajadores en blanco pero, según vaivenes económicos, los suspendía y volvía a llamar. La producción se fue debilitando aunque todavía en esa época se hacían sombreros de cuero, que eran vendidos a “Cardón” y salían al mercado con el logo de metal en forma de cactus, a precios altísimos. Aún quedan en la sala contigua a la cocina de la fábrica algunas piezas, como trofeos de aquellos años.

No está claro cómo Bogetti le cedió la producción a Rodolfo Sala; lo cierto es que este hombre de bigote gris, remera ancha y pelo largo recogido es a quien los seis trabajadores actuales reconocen como patrón. Sala proviene de una familia de sombrereros y conoce en profundidad el oficio que heredó de su padre y de su abuelo. Es quien lleva la materia prima, hace los pedidos, los va a buscar y los lleva a su taller porteño, donde los terminan y sacan al mercado. Cuando hay mucho trabajo también colabora en alguno de los más de 30 pasos que lleva la producción artesanal de sombreros. Sala es además quien paga los sueldos, en negro.

El salario por estatuto de un sombrerero profesional está hoy entre los $8.000 y $9.000 pero en El Dique no llegan a percibir la mitad, calcula Molina desde el sindicato, aunque aclara que aquí se trabaja de lunes a viernes de 8 a 12 mientras en otras fábricas los turnos son de ocho horas, sábados incluidos.

La fábrica, por otra parte, no resiste ninguna inspección laboral ni de seguridad e higiene. Los pisos de cemento están levantados en muchas partes, faltan vidrios en los inmensos ventanales y chapas en el techo. El frío del invierno es tan intenso como el calor del verano. Algunas enredaderas crecen incluso del lado de adentro del techo y de las ventanas. Gatos caminan entre las máquinas, rozan con su pelo las montañas de lana cruda, se cuelan entre los conos de madera con que se hacen los moldes, se posan en las planchas, acarician los tobillos de las personas mientras trabajan.

Quienes perduran en este escenario entraron sin conocer el oficio y se formaron mirando a compañeros, muchos de los cuales ya no están. Aseguran que no sabrían qué hacer si dejaran de trabajar en la fábrica. “Acá es tranquilo”, “ya hace mucho que hago esto” y “estoy acostumbrado” son frases que se repiten. En los recreos que deja el trabajo los seis se reúnen en una cocina pequeña, comparten un mate, una charla, su vida. Saben que el timbre que está junto a la reja no va a sonar. Y que los ruidos de las máquinas no se olvidan más.

 

Los que mantienen encendidas las máquinas

Osvaldo Medina. Llegó de Perú a La Plata para estudiar Derecho. Las dificultades económicas que encontró lo empujaron a trabajar. Durante dos años estudió y vendió diarios, hasta que en 1983 entró a la fábrica. A los 56 años, es el más antiguo de los seis empleados. Es también el que más conoce el oficio. Los rasgos afilados de su cara parecen una metáfora de su carácter: es hombre de pocas palabras y manos engrosadas por los ácidos de las tintas con que tiñe los sombreros. Para sus compañeros, Osvaldo es un artesano, un maestro sombrerero.

Rolando Sibardi. Trabajaba en el Astillero Río Santiago hasta que lo despidieron y entró en la fábrica. Su tarea era arreglar las máquinas pero con los años fue aprendiendo a hacer sombreros. En la actualidad distribuye su tiempo entre engranajes y piezas mecánicas; entre fieltros y lanas.

Roberto García. Nació en Misiones y tiene 62 años. Entró a la fábrica en 1997. Es sereno y desde 2004 vive en una habitación que acondicionó en un ala del edificio. Allí transcurre en soledad los fines de semana, cuando se apagan las máquinas. Participa de la confección de piezas durante la semana.

Graciela Acevedo tiene el pelo teñido de rubio, la cara redonda y una sonrisa de publicidad. Entró en 1998, en la época de Cartas. “No sabía nada cuando entré, no sabía ni que existía esto —recuerda—. Tuve que pagar derecho de piso. Barría toda la fábrica, limpiaba los baños, las oficinas”. Dieciséis años después, con voz segura, afirma: “Yo trabajo acá —mientras señala a La Pulseada una máquina de metal de la que se escapan pedazos de una lana blanca que parece algodón—. Hay una mugre acá… no tengo tiempo de limpiar —se disculpa—. Viene el velo acá y lo voy trabajando, lo corto al medio y sale así —muestra, mientras manipula un cono hecho con lana—. Yo me dedico a hacer los conos y después me voy a planchar”. Así, Graciela enumera algunos de los más de 30 pasos que lleva hacer sombreros en forma artesanal. “Estoy haciendo casi 100 por día. Si vengo tarde son 79, 60. Tengo que hacer 50 y me tengo que ir a planchar para que mi otro compañero haga el paso siguiente”, relata.

“Después de plancharlo va al ruletín, después hay que achicarlo, después va al fulón y después Osvaldo lo tiñe –continúa—. Después va al rasado: lo despinza, le saca un poquito la basura y lo va rasando, como afeitándolo, para que quede suavecito. Después lo va abriendo del ala para que quede la forma como un sombrero. Eso se lo lleva Sala y lo termina en el taller que tiene en Buenos Aires”, resume.

Víctor Hugo Rodríguez trabaja en la fábrica desde 1986 y es uno de los más antiguos. Como el resto, no conocía el oficio antes de entrar a la fábrica.

Sabrina Rolón tiene 33 años y fue la última en entrar a la fábrica, en 2004, cuando terminó el secundario. Hace de todo un poco, desde rasado, planchado, costura, conos y “batilán” (máquina que deshace la lana).

A los seis se suma “Miguelito”, un joven oriundo de Paraguay que trabaja con Sala en sus talleres de Capital y visita a veces a la fábrica para colaborar y aprender el oficio.

 

Muestra de fotos “Acá sólo hacemos sombreros”

El próximo 7 de noviembre, en el centro cultural La vieja estación, de Ensenada (Sidoti y Alberdi), se inaugurará la muestra colectiva de fotografía “Acá sólo hacemos sombreros”, sobre la fábrica. Cuenta con la curaduría de Xavier Kriscautzky (Director del Museo y Galería de Fotografía —MUGAFO—) y el trabajo de las fotógrafas Rosana Ántola, María Silvina D ‘Agostino y Ana Laura Luchessi. La exposición incluye fotos de las acciones realizadas en torno a la fábrica, como un taller lúdico de fieltro y un mapeo colectivo con recuerdos de vecinos de El Dique. Además, se proyectarán documentales y habrá música en vivo. Las actividades comienzan a las 19 y son gratuitas y abiertas al público.

 

Tres fábricas, tres destinos

La de El Dique es la única que sigue produciendo de forma artesanal. Se hacen sombreros de lana y, principalmente, boinas y gorras para policías y gendarmes. En el país hay otras dos fábricas de sombreros. Una es Lagomarsino; su origen fue similar a BIC pero supo abrir el juego a la industrialización y hoy es una modernísima fábrica que exporta sombreros de todo tipo desde Lanús. Es además “la que le hace los sombreros que usa la Presidenta”, comenta Vanina, empleada del Sindicato de Tintoreros, Sombrereros y Lavaderos. La otra es Kot; funciona en Wilde desde 1980 y su página web remarca la “excelentísima calidad de exportación” de los productos.

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2 commentsOn De profesión sombrereros

  • Hola! ¿Hay algún correo electrónico donde contactar la fabrica? Gracias

  • Que pena que no dejen algún tipo de forma de contactarse para que estas personas que aman su trabajo.puedan avanzar

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