Bailar hasta el principio

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127-NegroSantillanLlamado por un sonido que no lo dejó dormir en un año, Marcelo Santillán salió del país por primera vez y cruzó el Río de la Plata. En la cuna del candombe, este pibe de Cajade, este negro de infancia borrada y niñez infinita, carnavaleó entre tambores, torsos transpirados, banderas brillantes y pies ampollados. Viajó a vibrar, sonreír, preguntar por su identidad y abrazarse hasta con las paredes.

Por Javier Sahade

—Perame un segundo porque acá quedaron dos tambores.

Sale corriendo. Le dice algo a un gurí tamborilero, le toca la cabeza y vuelve.

—Ahora sí… —trata de concentrarse en la charla, mira a los ojos, pone los brazos en jarra y espera, como diciendo “vamo’ arriba…Te cuento sobre la historia del candombe, que es mi historia.”

Pero no puede. No puede quedarse quieto.

Son casi las siete de la tarde del primer día de Llamadas en Montevideo, los tambores queman, el cuerpo se escapa y el sol, contagiado de carnaval, se disfraza de luna. En un rato arranca el desfile de comparsas. Todo es repique en los barrios Sur y Palermo, cuna de la comunidad afrouruguaya. Los músculos morenos de Artigas Martirena, apenas vestidos con un par de trapitos de colores, acumulan ritmo, energía y presión. Sus pies piden salir… romper las cadenas. Si la calle Isla de Flores que están pisando fuese madera y cuero, sonaría candombe para esta nota.

—Yo nací acá —dice Artigas, que hasta nombre de raíz rioplatense tiene—. Acá nací, acá hice candombe toda mi vida. Lo que tengo adentro me lo llevé de acá. Estos barrios son los más emblemáticos del candombe y acá surgió esta cultura —sigue contando el moreno inquieto—. Yo nací acá —insiste, orgulloso. Levanta el brazo y señala—: Acá, en el conventillo Mediomundo, que estaba acá, a mitad de cuadra.

¡Pum! Suena fuerte el “acá”. A unos pocos metros hacia donde señala estuvo su casa, derribada por la dictadura uruguaya en los 80 junto a otras estructuras históricas declaradas “fincas ruinosas”. El Mediomundo fue uno de los conventillos donde aprendieron a tomar mate los inmigrantes y donde la comunidad negra forjó el candombe. El enorme edificio, lleno de habitaciones y africanidad, fue tirado abajo. Su gente morocha, expulsada, con muebles y todo.

—Es una de las cosas que… de las cosas que te despojan —dice Artigas, de cuero duro y gesto blando—. Es un despojo muy grande, pero está esta pasión del tambor, que va a seguir sonando porque estas calles, estos adoquines y estas paredes respiran candombe. Mientras siga habiendo gente en estos lugares va a seguir habiendo candombe… Por siempre. Eso es lo maravilloso”.

Y sí… hay gente por esas calles. Son dos días de febrero, durante el largo carnaval del vecino país, donde las comparsas de tambores desfilan moviendo hasta al más quieto. A las nueve de la noche parece estar todo Uruguay junto en el desfile de Llamadas. Pegado al cartel que indica la esquina Isla de Flores y Ejido mira atento, como técnico de fútbol en una final, César Pinto, piel oscura, arrugada, ojos hundidos y labios anchos. Es director de la comparsa Sarabanda y uno de los viejos fundadores de la fiesta candombera, oficializada en la década de los 50, en el siglo pasado.

—Éramos muy poquitos, en el barrio Sur, Palermo y el Cordón. Tres barrios —recuerda César—. Ahí empezó esto que ahora es la fiesta más grande del carnaval.

El nació en otro conventillo, en el Gaboto. Cuando era chico, cuenta que había unas “barricas” de 5 kilos de yerba que venían de Brasil y cuando se vaciaban, se las pedían al almacenero para hacer tambores. Esos niños que crecieron en conventillos y que por eso, como nos dice Artigas, llevan “un tesoro adentro”, fueron la cuna del candombe. En esos años surgió el nombre de la celebración, cuando un tambor llamaba al otro y una sociedad de negros y lubolos (blancos pintados) caminaba de su conventillo a otro y así se llamaban.

—Es la fiesta nuestra —dice César—. Esto lo hicieron nuestros ancestros en la época de la esclavitud. Trabajaban todo el día y de noche, en su lamento, los negros hacían sus oraciones, entre alegrías y tristezas. Me lo contaron mis abuelos, que son mi biblioteca viviente.

La charla con César y Artigas empieza y termina con un abrazo que seguramente, todavía continúa en estas páginas. Con las manos también morenas, transpirada de nervios y ansiedad, una voz que trastabilla dice:

—Soy Marcelo Santillán, del Hogar del Padre Cajade.

Alias Candombe

—Yo estoy bailando en una comparsa que se llama La Minga, en La Plata.

—Sí, señor.

—Me gusta bailar… ¡Cómo se mueven las mujeres! Y el hombre, je. Es llamativo.

—Es fascinante.

—No entiendo cómo hay gente que no le gusta el candombe.

—Es que es muy difícil comprender el candombe. Es muy pasional y cuando uno… Los seres humanos nos hemos olvidado de sentir… Y esto se hace desde adentro hacia afuera. Es muy difícil hacerlo superficialmente. Se hace desde adentro hacia fuera. Se trata de eso… De pura pasión. Nada más.

—¿Te puedo dar un abrazo? Me da ganas de llorar.

—Amigo. Encantadísimo, encantadísimo… Un placer, vo’.

 

Artigas Martirena todavía sigue apretado, como cuero a la madera, con Marcelito Santillán, protagonista de estos párrafos y de este viaje, al que se subió con una valija de cuero colorada hace casi un año, cuando surgió la idea de cruzar el charco siguiendo el ruido de los tambores. “¿A este quién me lo mandó?… ¡A éste me lo mandó Dios!”, decía Carlos Cajade cuando el Negrito Santillán era un chiquito de unos 10 años y comenzaba a transformarse en símbolo, ícono y emblema del Hogar. Se habían conocido en las visitas que Carlitos hacía por esos lugares donde los chicos suelen ser tirados, a su suerte. Lo sacó del instituto de menores Servente, donde lo maltrataban.

¿Quién lo mandó, entonces? Se lo sigue preguntando él mismo. Ahí está desde hace años, en sus borroneados recuerdos, ese nombre “Genoveva”, que sería el de su mamá. En su memoria aparece un incendio, un tren, un hombre de gorra que lo baja del vagón y después, la calle, el abandono… Nada más.

Al Negrito Santillán le falta el “acá nací” que con tanta fuerza repica Artigas. No sabe quién es su mamá, ni quién es su papá. Se pone serio y frunce el seño abandonando su eterna alegría cuando imagina un encuentro con ellos. “No les voy a gritar… No, no. Quiero saber qué pasó y decirles que yo del Hogar no me muevo. No, señor”. En la búsqueda de su identidad, que llegó alguna vez a un programa que tenía Fernando Bravo en Canal 9 y también a la producción de Gente que Busca Gente, siempre se pregunta cómo y por qué. “Yo no sé si soy hijo de desaparecidos”, dijo el año pasado, cuando en La Pulseada Radio, programa en el que participa como co-conductor, se conoció la noticia de la aparición del nieto de Estela de Carlotto.

*“Marcelo Alejandro Santillán” dice su documento.

*Junio de 1973 su fecha de nacimiento según los cálculos que se hicieron con sus dientes cuando era chiquito.

*8 de diciembre, su cumpleaños, fijado arbitrariamente por Cajade para hacerlo coincidir con el Día de la Virgen y festejar.

El Negro sólo sabe escribir su nombre, despacito y letra por letra. Sin embargo, escribe fuerte su presencia en cada persona que conoce, con su palabra justa, su alegría infinita y su baile, que cultivó siendo uno de los primeros murgueros platenses, en Los Farabutes del Adoquín. Siempre popular, no hay micro en el que se suba y alguien no lo salude. Cuentan quienes lo conocen desde que sus rulos mota llegaron al Hogar, que siempre participó de actividades colectivas, marchas del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo, grupos religiosos, Boy Scouts. No le gustan las peleas y por eso se alejaba cada vez que en esos espacios había alguna discusión. “No conoce la maldad”, coinciden en asegurar todos los que lo conocen. La palabra “odio” le sale únicamente por equivocarse en poner los labios y la lengua cuando quiere decir “obvio”. El primer cumpleaños que festejó en el Hogar se llenó de gente. Haciéndose el distraído, el Negro se había encargado de invitar a cada uno de los que veía, en cada visita que había hecho en los días previos junto a Carlitos Cajade.

Cuando en 2005 murió el cura, los tambores lo sacaron de la tristeza. Viendo Canal 3 de Colonia, escuchó el sonido del candombe y pocos días después, se sumó a La Minga, una de las comparsas de La Plata que salen a tocar todos los domingos en el barrio Meridiano V (La Pulseada 124). Bailarín contagioso, se convirtió en emblema candombero en la capital bonaerense. Ese fue su pasaporte al bajar del barco, del otro lado del Río de la Plata.

—Soy de La Minga —repite y repite en cada charla en las calles Cuareim, Ansina, Isla de Flores—. Tenemos ensayo los domingos, nos jutamos todos y después arrancamos a la noche. Terminamos muy tarde. No sé si a las 10 u 11… Horas y horas. La gente ¿por qué se encierra? Cuando yo salgo a bailar, en pleno ensayo, me saluda la gente, ahí en el barrio. Soy Marcelo Santillán, alias el Candombe, jajja”.

—Me quedo mudo, estoy muy contento —dice camino a su viaje. Estoy pensando en lo que va a ser subir en el barco, llegar a Uruguay. Es grandooote el barco. Tengo ansiedad, la llegada… Todo pum, ja.

Y abrazado a su valija de cuero colorada, ordenada por su “hermana” Estela en el Hogar de Villa Garibaldi, con la remera verde de la comparsa platense bien doblada, cuenta lo que sabe sobre las Llamadas: “Es cuando calientan los tambores, la historia negra, los esclavos. Cuando vinieron los militares, agarraron a los negros y los llevaban al calabozo, a la cárcel. Eso es la raíz del candombe. Allá hay muchos tambores, la inmensa alegría que te da que la gente salga de las casas. No puede ser, digamos… La gente tiene que tener alegría, felicidad”.

—¿Qué es lo más te gusta de este viaje?

—Conocer la gente, vamos a bailar. Vamos a conocer gente.

El pum con lapacho o curupay

En las calles se venden choripanes, hamburguesas y cervezas Pilsen o Patricia. También hay vendedores de otras cosas y hacia allá va el Negrito Santillán. Elije un antifaz con brillos y lucecitas de colores. Su cara comienza a caminar, iluminada, por las cuadras de las Llamadas. En la calle Maldonado, frente a una casa antigua, se están pintando el rostro los integrantes de la comparsa La Facala. Ensaya el cuerpo de baile, se preparan los tamborileros. Una trompeta acompaña y entre risas, suenan los tambores. Por ahí se mezcla Santillán a bailar y conversar.

—Yo soy de La Minga y les quería preguntar cómo nació el candombe de ustedes.

—La idea era hacer un homenaje a los Esclavos de Nyanza, una comparsa del 1900 — responde el director—. Salimos por el barrio, divirtiéndonos. A nosotros no nos importa mucho competir. Es una comparsa familiar que se llama La Facala porque así se llamaba el conventillo donde se juntaban los Esclavos de Nyanza… En la calle Tacuarembó, es uno de los primeros conventillos que se demolieron… Y ustedes, bien… Te vi bailando. Lo sentís, sí… Arriba.

A pocas cuadras, una puerta de otra casa, alta de hierro y entreabierta, deja ver un tambor, descansando en un zaguán. Alrededor, un montón de palos de madera, de unos 40 centímetros.

—Estos palitos son para tocar el tambor piano, el más grande —le muestra su fabricante a Santillán—. Tienen que ser gruesos, de madera dura, de preferencia lapacho o curupay. Tienen que ser pesados… ¡Pum! —dice, imitando el golpe…— Pegan más.

Sentado en una reposera, junto al zaguán de su casa, el fabricante de palos para tambor Roberto Zomoza cuenta sobre su oficio: “Ahora tengo un torno, pero antes los hacía a mano, con una limita. Me quedaban tan lindos… ja. Lo importante es que para el tambor Chico y para el Repique se necesitan palos más blandos.

—Para que no se rompan —se pone serio el Negrito Santillán.

—Claro.

—Gracias. Yo soy Marcelo, del Hogar del Padre Cajade… Soy de La Minga.

—Mucha suerte. Te lo merecés.

La sangre, ese tesoro

—¡¡¡Mirá eso!!! ¡Vaaaamos! —dice el Negro, señalando un mural. Todo es emoción y felicidad y se le notan las ganas de abrazarse con todos: con el colectivero, con los músicos de gorra que cantan temas de los Wawancó en el micro… Con todos, con la bailarina que en pleno desfile le tira un beso y le dice “a vos te conozco, de La Plata”. Hasta con un mural se abrazaría. Con el puño en alto, Marcelito celebra que alguien haya pintado en la pared a los tres tipos de tambores que conforman una cuerda de candombe: Piano, Chico y Repique; junto al cuerpo de baile y personajes comparseros: Mama Vieja, Escobero y Gramillero.

Un rato después, entremezclado en la comparsa Trapitos de Cuareim, conformada por niños y niñas, baila, transpira y vuelve a gritar una vez más “¡vaaaamos!”. El director de “Trapitos…” es el moreno de cuero duro, Artigas Martirena.

—¿Cómo nació la comparsa?

—Para que los niños del barrio no pierdan ese don que tienen del candombe. Yo hace 35 años que vivo en Argentina y hace 20 que tengo escuela de candombe en San Telmo. Trato de que esto sea una escuela, un aprendizaje, parte de nuestra cultura. Siempre me encantó hacer esto con los niños, porque yo lo hice también de niño, con mi familia que es muy conocida en el candombe. Es fascinación que tengo, siempre, de la nada, con simples trapos… Por eso se llama Trapitos de Cuareim. Es una maravilla porque el candombe es algo fascinante, lo aseguro.

—El candombe nació del negro…

—Creo que el candombe, como toda música de las culturas originarias, es parte de la humanidad, pertenece a la humanidad. Es de todo ser humano. Los negros nacieron con esa condición, de tocarlo y en el alma, pero es patrimonio de la humanidad, como toda música de los pueblos originarios. Es un idioma que entiende todo el mundo. Tiene un sentido pasional, espiritual. Uno trata de conservar todo eso que el candombe tiene, a través de los niños. Es un juego. Hoy es un juego para nosotros… Es maravilloso.

—¿Cómo era la vida en esos conventillos?

—Oh, no… no… nada que ver, nada que ver… Es por eso que hoy uno tiene un tesoro guardado. Hoy están cambiando muchos conceptos y entonces lo que uno trae guardado es lo que alimenta a estas criaturas. Todo lo que es el carnaval se ha profesionalizado mucho, pero el candombe no es profesional, es generación, de la gente…. Uno le da lo simple de todo esto, a los niños. Los niños necesitan atención, mostrarles de dónde vienen, quiénes son.

Artigas mira fijo, con los pies inquietos, llamados por el ritmo de los pequeños tambores que lo rodean: “En mi escuela no aprenden a tocar el tambor, aprenden candombe —le explica a Santillán—. El candombe es amplio, muy amplio. No es solamente tocar el tamborcito. Eso es lo que uno quiere traer y es lo que uno se llevó porque en estos lugares existía y había. Nos están tratando de cambiar, borrar constantemente. ¿Para qué? Para meternos un mercado. Es el sistema que quiere ir al candombe con sus herramientas y no con las herramientas del candombe. Si uno con estas criaturas acá puede lograr que el candombe vuelva a ser sangre y piel y no algo transparente y sin gusto… Los niños es pasión que tienen por el candombe. Los grandes tendríamos que… Hay que retrotraernos, muchachos. Miremos para abajo porque a veces miramos mucho para arriba y nos olvidamos de que de ahí (señala el piso) se aprende un montón… ¡Vamo’ arriba!”.

Un par de cuadras arriba, junto al desfile de comparsas y comparsas, tambores y tambores, pies en alpargatas imitando los pasos cortos de cuando los esclavos tenían cadenas, mujeres y hombres bailarines o portadores de gigantes banderas coloridas y brillantes, junto a enormes estandartes con nombres de África o conventillo, el viejo César Pinto observa con los brazos detrás de la espalda.

—Yo necesito saber si soy de acá. Mi historia. Yo quiero saber si mi familia se encuentra acá —le dice Marcelito Santillán.

Y el director de la comparsa Sarabanda, padre de la cultura afro uruguaya, parece no escuchar bien. Sin embargo, responde, con las palabras precisas de abuelo: “El sonido es un elástico, una chispa que llega a todos. A las venas, la sangre, el corazón. No hay gente que se quede quieta cuando siente eso”.

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