«De milagro nomás»

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Unos de los hermanos del cura escribió en 2004 un cuento ambientado en una de tantas excursiones de pesca que los Cajade realizaban especialmente en su juventud. Un mes después de la muerte de Carlitos, en noviembre de 2005, compartió parte de aquel texto, en el número especial de La Pulseada.

Por Mario Cajade

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Nota central > Padre nuestro

Siempre admiré la conexión que tenía mi hermano con Dios, a quien siempre vio como un padre, un amigo o un hermano. Jamás como al Dios que castiga o que se enoja con la gente por más macanas que se hayan mandado. Tenía además una maravillosa vinculación con la virgen y muy especialmente con la Mater ( Madre Tres Veces Admirable). Muchas veces, al tener que tomar una determinación, se lo escuchaba decir: “La Mater fue clarita: hay que hacer esto”. Yo lo escuchaba y muchas veces me quedaba pensando en los diálogos que tendría con la virgen y me esforzaba por entenderlo. Pero así era su fe, inmensa, y lo fue hasta el último suspiro de su vida. El año pasado escribí un cuento que narra una de las tantas excursiones de pesca que desde l980 realizamos con mis hermanos José, Raúl, Carli y el marido de mi hermana Tere, el “alemán”, a la ciudad de Goya, Corrientes. Ese relato pinta claramente cómo Carli vivía su fe y cómo asociaba permanentemente lo humano con lo divino. Aquí va un extracto del mismo:

Luego de plantear diferentes alternativas para viajar, el cronograma quedó clarito: salíamos un jueves, hacíamos noche en La Paz, el viernes llegábamos a Goya a las 9 de la mañana, pescábamos dos días y el domingo a la noche estábamos de vuelta .

Salimos en la F 100 de Carli. Manejaba el alemán y el viaje transcurría de manera apacible. La noche se había puesto muy oscura sobre la Ruta 12. Oscura y fría. La camioneta de Carli no se destacaba precisamente por su confort, estaba bastante baqueteada y se colaba el frío por todos lados.

Charlábamos animadamente de nuestras cosas. Raúl le decía a Carli:  “te acordás esa vez que fuimos y el chamigo Ostolaza nos comentó que el río estaba bajo, que hacía una semana que no sacaban ni una mojarrita y vos le hiciste creer que habías bendecido el Paraná y salieron cuatro cachorros de surubí seguidos”.  Carli lo cortó: “Yo no le hice creer nada: bendije el agua y salieron los pescados, como corresponde cuando yo bendigo”.  Nos cagamos de risa todos juntos.

Carli tenía esas cosas y ya lo habíamos comprobado en más de una oportunidad. Nosotros sabemos que cuando él reza tiene llegada directa con el de arriba y en estas excursiones ya lo había demostrado varias veces. Y se vanagloriaba bastante de esa relación.

De pronto una explosión que provenía del motor nos sobresaltó a todos. El alemán se agarró fuerte del volante y alcanzó a parar la camioneta en la banquina. Él y José eran los únicos que entendían un poco de mecánica. Levantaron el capot e intentaron descubrir, con una linterna ya casi sin pilas, qué había pasado. La conclusión fue patética: se había roto el distribuidor.

“¿Y ahora qué hacemos?”. Algunos mirábamos al cura con cara de pocos amigos por no haber puesto en condiciones la camioneta, tal como se lo habíamos exigido antes de partir. Y allí comenzaron algunos reproches. Carli se atajaba como gato entre la leña. Aseguraba que un colaborador suyo en la obra había llevado la F 100 al taller y la había utilizado hasta el último día sin ningún tipo de problemas.

La situación era realmente preocupante. Estábamos en un lugar totalmente alejado de la civilización, cerca de las once de la noche, en una ruta donde no pasaba ni un alma y, encima, noche sin luna y con un tornillo bárbaro. La temperatura no debía superar los cinco grados.

La mayoría, es decir Raúl, José y el alemán, luego de los fallidos intentos por tratar de arreglar la camioneta, optaron por un “mejor nos tiramos a dormir y mañana con la luz del día vemos qué podemos hacer”.

Yo ni loco me quería conformar con esa decisión. Durante más de 20 años habíamos estado en Goya el día viernes a las 9 de la mañana y no me resignaba a ceder ni siquiera una hora de pesca. “Muchachos –les propuse-, ¿qué les parece si hago dedo en la ruta?”.  Todavía estoy escuchando las carcajadas de mi cuñado y de mis dos hermanos mayores ante lo que veían como una misión imposible. Y en realidad razón no les faltaba. Con la cantidad de robos que se estaban produciendo, solamente un loco o un suicida podría parar a la vera de una ruta, en una noche como esa. Pero Carli me apoyó: “si querés, probá”, me dijo.

Con el frío que me calaba los huesos, me mandé a la ruta. No se veía absolutamente nada y para colmo pasaron más de diez minutos y no andaba ni un alma. Hasta que por allí una luz despertó mi ánimo. Un camión venía en el mismo sentido que nosotros rumbo a La Paz. Cuando lo tuve a cien metros me paré en la mitad de la ruta y comencé a hacerle señas agitando los brazos. Lo dejé acercarse lo suficiente para que me vea. Pura desilusión. Si no me corro rápido, todavía me estarían juntando en la ruta. Pobre tipo, lo putié como un loco. Con mi pesar a cuestas, volví a la camioneta.

Todos dormitaban, menos Carli. Abrí la puerta y lo primero que hicieron fue enojarse porque entraba mucho frío. Y saltó José: “Marito, metete adentro a dormir, que te vas a enfermar”. Lo miré a Raúl: “dejá todo como está y mañana lo arreglamos”, me dijo; luego el alemán: “es una locura, Mario, además nadie lo va a poder arreglar ahora, se rompió todo el distribuidor”. Y finalmente observé a Carli: “Si tenés ganas, hacé dedo un poquito más, que le empecé un rosario a la Virgen“.

Esa frase me cambió el ánimo. Si Carli estaba en comunicación con “El de arriba”, pensé, cualquier cosa era posible. Y me largué otra vez a la ruta. Y pasó un auto y luego un camión y yo haciendo señas como loco. Fueron no más de 10 minutos realmente torturantes, entre el frío y la decepción. Me dije: “hice todo lo posible, pero no hay caso, tal vez lo mejor sea tirarse a apoliyar y mañana será otro día”.

Me parece que Carli se debe haber mandado alguna macana grande porque el “de arriba” le descolgó el teléfono. Hoy ni un milagro nos salva.

Volví a la camioneta, subí rápido para no enfriar a los de adentro y sin dejarme dar una explicación, saltó Carli, con un entusiasmo que no había tenido en toda la noche: “dale, seguí un poquito más, que voy por el cuarto misterio” . Yo en realidad ya no daba más. Es que se disfrutaba tanto dentro de la camioneta. Todos emponchados con las frazadas y yo que no podía calentar mis pies que estaban helados igual que mis manos. Pero Carli insistió: “dale Marito… un poquito más, hasta que termine el rosario” .

Los demás ya estaban totalmente resignados y escuchaban nuestros diálogos entre sonrisas y bostezos. “Bueno -me dije-, un misterio no puede tardar más de cinco minutos”. Otra vez a la ruta a probar suerte.

En la soledad de la noche me empecé a preguntar: “Si algún loco se detiene ¿qué nos puede arreglar?, si la camioneta está toda rota. ¿Trasladarnos a algún lugar?, imposible, porque somos cinco personas grandes y ¿en qué vehículo entramos? ¿Conseguir una grúa a 60 Km. del pueblo más cercano y entrada la medianoche?”.

“¿Qué estoy haciendo en esta ruta?”, me pregunté por primera vez seriamente, mientras me acosaban las imágenes de mis hermanos durmiendo calentitos dentro del vehículo. Y tomé la decisión: dos minutos más y me rajo a dormir a la camioneta. Era el tiempo que le faltaría a Carli para terminar el bendito rosario.

De repente, se observó un resplandor lejano sobre la mano contraria a la dirección en que íbamos nosotros. Era un Fiat 147 con una sola persona al volante. Pasó delante de mi como si fuera un poste de luz, pero atenuando la velocidad ante mi irresponsable postura en medio de la ruta. ”Que te vaya bien” –le dije- y me encaminé rápidamente hacia la camioneta llevando algunos reproches, especialmente para el cura. Lo iba a torturar haciendole notar que debía rever su relación con el de arriba ya que esta vez no le había dado bola.

Observé por última vez la ruta y con asombro veo que el 147 se detiene como a 150 metros de donde yo estaba parado. Y no sólo eso, sino que comenzó a dar marcha atrás tratando de acercarse. Me acerco hasta la ventanilla, se abre y aparece un tipo joven, de unos 30 años, delgado y bien vestido que me dice: “Qué tal, soy el padre Rubén y vengo de celebrar las fiestas patronales de mi parroquia en un pueblito cercano, ¿que necesitan?”.

Quedé paralizado, se me fue el frío y me inundó una alegría interior difícil de explicar.  No lo podía creer, alguien nos había dado pelota. Y encima no había parado cualquier tipo, ¡era un cura!. “¿En serio sos cura?”, fue lo primero que me salió. Ni buenas noches, ni gracias por parar: lo primero fue preguntarle si lo de la profesión era cierto.

Es que en mi cabeza todavía estaba muy fresco aquello de “dale que le empecé un Rosario a la virgen” o “seguí un poquito más que voy por el cuarto misterio” y encima haber pensado que a Carli el Todopoderoso le había descolgado el teléfono…

“Sí, es verdad: aunque no parezca, soy cura” . Y allí lo corté en seco: “Qué bárbaro, aunque no me creas en la camioneta está uno de mis hermanos, que también es cura”.

Y salí volando a contarles. Abrí la puerta de la Ford y les grité: “muchachos, ¡paró un cura! Dale Carli, salí rápido, que es colega tuyo”. Y allí fuimos. Las presentaciones de rigor, un breve intercambio de palabras entre ellos sobre sus actividades parroquiales y a buscar una solución. El cura Rubén comenzó a reflexionar en voz alta: “en realidad no tenemos muchas alternativas, más que nada por la hora. Es muy tarde y el teléfono más cercano está en un pueblito como a 25 Km. de aquí “.

De todas maneras, la situación continuaba muy complicada a pesar de haber conseguido que alguien se detuviera. Nuestras caras de preocupación así lo reflejaban. Menos la de Carli. Para él que hubiera parado un cura era ya una victoria y significaba que el teléfono rojo con el de arriba  tenía línea abierta. Al menos el llamado se lo había atendido. Ahora iba por más, no sólo que lo atienda, sino que lo escuche y le responda.

“Pero esperen –agregó el curita-, a pocos kilómetros hay un almacén de campo que tiene teléfono, pero cierra a las 10 de la noche y son las once y cuarto. Si quieren nos tiramos un lance, llevo a alguno de ustedes hasta allí y vemos”.

Sin pensarlo dos veces, nos subimos con Carli al 147, mientras Raúl, el alemán y José volvían a la camioneta un poco más esperanzados por el giro que había tomado la situación. Ellos esperarían allí, noticias de nuestro viaje al almacén de campo.

Transitando por la ruta conversamos mucho con el Padre Rubén. Era un sacerdote de pueblo del interior, amable y predispuesto. Nos comentó que en la ciudad de La Paz había un vecino de su parroquia que tenía una grúa y que tal vez a la mañana lo podía llamar para que nos remolque.

“Bueno, estamos llegando”, dijo sorpresivamente. Lo observé a Carli y con la mirada le dije todo. Es que si el almacén no estaba abierto, nuestro destino era regresar a dormir a la camioneta y perdernos los piques de surubíes y dorados durante todo un día. Pero Carli estaba reconfiado… Hasta diría que agrandado.

“¡Está abierto, está abierto!”, dijo el curita más contento que nosotros .Y divisamos el almacén. Humilde, con una luz en la entrada muy tenue, pero que hacía intuir que adentro había movimiento.

Más que almacén de campo parecía una pulpería. El ambiente era bastante amplio. Un mostrador muy grande. Un matrimonio de mediana edad atendiendo, dos parroquianos tomando cerveza en una mesa y un gaucho alto, rubio, de pelo largo llovido y algo regordete que nos encara: “¿Qué les anda pasando?”. Y el curita tomó la posta : “Se les quedó la camioneta en la ruta, tienen que llegar a La Paz mañana y buscamos un teléfono para tratar de conseguir ayuda. No esperábamos tener la suerte de encontrar abierto el almacén”.

“Mire padre -respondió el gaucho rubio-, la verdad es que está abierto de milagro. Estoy esperando una llamada de Bolivia y el dueño me permitió quedarme un rato más hasta que se puedan comunicar conmigo, de lo contrario, a las 10 ya no queda nadie”.

Otra dificultad sorteada. A la llegada del cura ya había que sumarle esta “casualidad” de encontrar el almacén abierto. Pero el tipo dijo “está abierto de milagro”, y esa palabra ya empezaba a emparentarse cada vez más con este viaje.

Nos pusimos a conversar un rato con ese gaucho rubio. “¿De dónde vienen?”, nos preguntó. “De la ciudad de La Plata”, le respondimos. “¡Qué casualidad!, yo tengo un gran amigo que está trabajando allí, que tiene la misma profesión que yo”. “¿A qué se dedica?”, le preguntamos. Y recibimos una respuesta sorprendente: “Soy director técnico y mi colega, que trabaja en Gimnasia y Esgrima de La Plata, se llama Carlos Griguol“. Hicimos un gran esfuerzo para no largar la carcajada. Gaucho, en alpargatas, en el medio de un campo en Entre Ríos, nos dice que es director técnico y presume ser  colega del mismísimo Griguol.

Se hizo un silencio sepulcral. No sabíamos cómo continuar conversando porque quedamos muy tentados. Me animé y le pregunté: “¿Dirige algún equipo de un pueblito de la zona?”. “No, yo en la zona lo único que tengo son campos. En realidad -y aunque no lo parezca- jugué muchos años al fútbol, fui arquero de primera división”.

Cuando mencionó la palabra arquero a mí me empezó a resultar cara conocida, y empezamos a mirarlo de otra manera. El gaucho rubio nos largó otra pista: “atajé muchos años en Atlanta, pero soy más conocido por haber atajado en la primera de Boca”. “La mierda -me dije-, si atajó en la primera de Boca me tengo que acordar”. Entonces el grandote rubio acotó: “soy Carlos Biasutto y estoy esperando una llamada del club Blooming de Bolivia que me quiere contratar”.

Era increíble. Otra grata sorpresa más en la noche. Con lo futboleros que somos todos nosotros, encontrarnos con un personaje así, en un paraje tan lejano, era algo realmente insólito.  Mientras tanto, el cura Rubén buscaba en una maltrecha agenda el número de teléfono de su amigo, el de la grúa, que vivía en La Paz. “Si lo encuentro, cosa difícil en medio este desorden que tengo aquí, lo llamo a la casa y veo qué puede hacer por ustedes”.

A Biasutto, en tanto, le contamos sobre los que se habían quedado dentro de la camioneta esperando una respuesta nuestra. “Yo los voy a buscar”, dijo casi sin consultarnos, “mientras el curita trata de solucionar el tema de la grúa, voy con mi caballo y traigo a la otra gente, así de paso comen y toman algo”. Era un derroche de generosidad de toda esta gente para con nosotros. Demasiado para ser sólo terrenal.

No habría pasado una hora que nuestro amigo Biasutto junto con José, Raúl y el alemán entraban a la pulpería. Venían muertos de frío y con un ragú de aquellos. Es que con todo este despelote nos habíamos olvidado hasta de comer y hacía ya como diez horas que no probábamos bocado.

Al rato ya estábamos degustando unos poderosos sandwiches de galleta de campo con mortadela, regaditos con un tintito de medio pelo, pero que por el hambre que teníamos disfrutamos como si fuera un menú ejecutivo de un restaurante cinco estrellas.

De pronto la voz del curita Rubén: “encontré el teléfono de mi amigo el de la grúa      -nos dijo, cerciorándose que en su reloj las agujas marcaban las doce y cuarto de la noche-. Me va a matar por la hora pero recemos para que me atienda. No lo voy a obligar a que venga ahora, pero por lo menos que mañana temprano los pase a buscar y puedan ganar un poco de tiempo”.

Discó… y nada. Volvió a discar… y nada. ”Me tiro el último lance, sino muchachos mañana lo llaman ustedes de parte mía”. Nos miramos entre nosotros. Era fundamental ese contacto ahora. Mañana servía pero muy poco.

Habrán sido 30 o 40 segundos, no más, pero parecían horas. Era lo que estaba tardando el último discado del curita, hasta allí sin respuesta. Nos miramos con el alemán y éste con Raúl y con José y todos con Carli; era el más indicado para que el Supremo nos conceda una nueva gracia. Notó claramente que le tiramos el balurdo y con una gran seguridad y confianza nos dijo: “ya está muchachos, quédense tranquilos”.

“Hola Roberto, te habla el cura Rubén, perdoná la hora”, fueron las palabras que rompieron el silencio reinante. No dábamos crédito a lo que escuchábamos. Sin dudas el tipo estaba durmiendo y recién en el tercer llamado se despertó. Y seguimos la conversación atentamente: “Sí, es una gente que rompió su camioneta en la ruta y necesita un remolque hasta La Paz, ¿podés venir ahora? ¿En una hora estás acá?”, decía el curita mirándonos y repitiendo lo que hablaba con el dueño del remolque, para que nosotros no sufriéramos tanto. Y colgó. “Listo muchachos: en una hora los pasa a buscar y los remolca hacia La Paz”. Los agradecimientos fueron interminables. Lo que había hecho ese curita no tenía precio. Lo acompañamos hasta la puerta y lo despedimos con un abrazo muy fuerte.

Calentitos, bien comidos y con el ánimo por las nubes nos quedamos en la pulpería charlando con la gente de allí. Al rato nomás un bocinazo declaraba la presencia de la grúa que venía por nosotros. El dueño empezó a acomodar las cosas para cerrar. A Biasutto se le había caído la esperanza del contacto con Bolivia y los parroquianos se montaron en sus caballos y se fueron.

Carlitos con un chamigo correntino, haciendo galas del producto de sus influencias.

Nos subimos a la grúa de Roberto y lo llevamos al lugar donde estaba la camioneta. Lo que nadie puede recordar bien de esta historia es el viaje en remolque hacia La Paz. Nos subimos a la camioneta y nos despertamos en la puerta de una cabaña donde íbamos a pernoctar. Fue una hora, pero viajamos como anestesiados, nos dormimos todo.

Habitación grande, con cinco camas, muchas frazadas. Poco ánimo para conversar porque estábamos muertos de cansancio. Sólo algunos comentarios. “La verdad es que tuvimos una suerte bárbara“, susurró el alemán.  Raúl estaba preocupado por saber a qué hora traería el tipo la camioneta arreglada, ya que de eso dependía nuestra llegada a Goya. “A las nueve, como todos los años, no vamos a estar ni soñando”, agregó José mientras relojeaba la hora, “ya son las dos y media”.

Yo estaba contento por las soluciones que habíamos encontrado pero preocupado por las horas de pesca que seguramente perderíamos.  Y el Carli de siempre acotaba, con la fe más intacta que nunca: “prepárense porque encima este año la pesca va a ser impresionante”.

A las 7 menos cuarto de la mañana, la dueña de la cabaña donde paramos golpeó la puerta de la habitación: “los busca un señor”. Abrimos la puerta y allí estaba Roberto con la F 100 lista para seguir el viaje. “Anoche, como ya me había despabilado, me quedé despierto y la arreglé. De milagro nomás, tenía los repuestos de esta camioneta en casa”. No podíamos creerlo.

A las siete y cuarto estábamos saliendo de La Paz y a las nueve de la mañana llegamos a la casa de nuestro gran amigo, Julio Ostolaza, que nos estaba esperando para llevarnos a pescar a la isla. De milagro nomás…de milagro.

 PD: Además, tal como lo predijo, la pesca fue espectacular, una de las mejores que podamos recordar.

 

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