Con el illimani dentro

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116-LuthierMoisés Pérez llegó a La Paz hace más de treinta años y con el tiempo pudo hacerse un refugio de armoniosos sonidos y silencios en su pequeño local de luthería, donde lo visitó La Pulseada. Toda la vida tiene música. 

Por Nacho Babino

Miren a ese hombre ahí, sentado detrás de ese viejo escritorio de madera. Miren a ese hombre ahí, con ese instrumento encima como si meciera un bebé. Miren a ese hombre: su cuerpo hecho un ovillo, la piel bien morocha, el pelo corto apenas húmedo peinado hacia atrás, los dedos lungos, las uñas ennegrecidas. Miren su escritorio: viejo, de madera, con tantas cosas encima; lijas, algunos maderos gastados, pegamentos, recipientes, un teléfono celular, un rollo de papel higiénico, una calculadora. A su espalda, una pequeña bandera del club The Strongest. Miren —y escuchen— a ese hombre, su perfil recortado a contraluz de la ventana, clavando unas pocas palabras en este silencio.

—Pase, amigo, pase…

 

El hombre está sentado contra una de las esquinas del pequeño local. Sentado —allí, así— es un punto de silencio. El hombre dice apenas: ‘Pase, amigo, pase…’. Su voz es un hilo que se continúa suave entre todos esos instrumentos que cuelgan de las paredes: guitarras de seis cuerdas, de doce, charangos, mandolinas, algunas zampoñas, un violín. Sientan entonces el olor a madera que hay ahí. El hombre se llama Moisés. Moisés Pérez. Es boliviano. Es luthier. Es músico.

Su taller se ubica al fondo de uno de los tantos locales que hay en la zona que se conoce en La Paz como Mercado de Brujas. Es feriado y La Paz no tiene su ritmo habitual: tanta gente, tanto ruido, tan Bolivia. La Paz está —parece— tan quieta. La Paz parece —así de quieta— una lagartija gigante y naranja curtiendo su piel al sol. Un gigante apenas descansando.

El Mercado de Brujas es un polirrubro a cielo abierto; desparramado en las veredas, entre las calles de esa parte céntrica de la ciudad, entre los pasillos de las casonas viejas convertidas en negocios, entre los restoranes, entre los puestos de comida, entre la cantidad de gringos que pasean por el lugar. Y sobre todo entre los fetos disecados, las hierbas, las piedras, las sales que se venden en cantidad. El Mercado de Brujas es también y a fin de cuentas todo lo que su nombre sugiere. Y allí, al fondo del pasillo de una de las tantas galerías que tienen sus entradas llenas de tejidos y aguayos y remeras y bolsos y mantas y gorros y bolsillos y hojas de coca está Moisés. Tiene sobre las piernas una concertina (un tipo de acordeón). O mejor dicho, parte de una de las tantas concertinas que arregla. Porque Moisés es luthier. Y músico.

—Pero no recibido, ah. Sólo autodidacta, porque allá en el pueblito donde nací, nadie…

 

“Nadie. Nadie había que enseñase” dice. Y abraza, o casi, la concertina. Allá, aquel pueblo, aquel pueblo que nadie tenía que enseñase es Coroico, provincia de Nor Yungas; cien kilómetros, tres o cuatro horas al noreste de La Paz.

—He aprendido a tocar el bandoneón a mis 45 años. Por primera vez escuché tocar el bandoneón hace diez años a un tío de edad avanzada que precisamente tocaba tangos y música boliviana. Quedé maravillado y no paré hasta comprarme este instrumento, muy raro en Bolivia. Casi no se toca el bandoneón aquí. Una vez sola conocí a un viejito que…

A un viejito que tocaba el bandoneón y que lo invitó a tocar, dice Moisés. Y en ese decir muestra al mundo los dientes, que asoman enormes y blancos. Pero no levanta la vista. Pareciera mirar su ombligo, pero no. Sigue lijando una de las tantísimas partes de la concertina. Escuchen, entonces, ese chirrido rasposo y miren ese polvillo que se pierde rápido en el aire. Moisés lija, pasa la palma de una mano para limpiar, echa encima un poco de pegamento y vuelve a pulir. Lija, acaricia. Sobre todo acaricia.

 

“Necesito silencio pero en mí hay música a todo volumen”

Un orfebre. Un orfebre trabajando —con la paciencia y la sabiduría de un pez viejo— en su taller. Un cantor de tangos, acaso el más importante de todos los tiempos. Un orfebre, su taller, un cantor de tangos en un casete. Ese es uno de los primeros recuerdos que le vienen a la mente a Moisés: su padre poniendo casetes de Gardel —y demás tangos de la guardia vieja— mientras trabajaba en su joyería. “Por supuesto que toco tango, me gusta mucho el tango por influencia de mi padre. De ahí que me empezó a gustar esta música”, dice.

—Si bien se escucha tango aquí, el bandoneón no es un instrumento muy común en Bolivia…

—No, claro. Sabes… Lastimosamente hace poco tiempo murió Mario Salvatierra, un bandoneonista tanguero que tocaba en una orquesta en la Casa Argentina, hace un año murió otro músico tanguero. Sólo queda mi amigo y maestro Guillermo Vargas, uno de los mejores en su época, que conoció personalmente a Aníbal Troilo. Él tiene ahora 85 años y ya no puede tocar muy bien. Actualmente tengo un amigo que toca folclore boliviano y zambas argentinas, y gracias a Dios un joven de 25 años que ya está en buen camino con el tango y que pudo conseguir un bandoneón doble AA. Yo siempre toco y le dedico a La Paz el tango Illimani (una de las montañas más altas de Bolivia, ubicada cerca de la capital boliviana), del compositor boliviano Néstor Portocarrero. Y por último mi tío, que sigue tocando muy bien. Después no conozco otros bandoneonistas; prácticamente no somos muchos ¿no?

—¿Cómo son sus días aquí en el taller?

—Mi rutina diaria se basa principalmente en mi taller. Aquí, este es mi lugar, donde hago reparaciones y restauraciones de instrumentos. Los fines de semana me dedico a tocar música con mi grupo, algunos contratos y presentaciones de música boliviana. Y a veces tangos. Y debido a mi agenda y al taller es que no puedo ir a Francia a visitar a mi hermano. El tiene un doble A y solamente toca tango. Cuando viene a Bolivia, en cada fin de año tocamos e intercambiamos conocimientos.

 

Y luego de un suspiro agrega: “Yo no puedo viajar, pero seguramente lo haré dentro de unos años”.

—¿Vio eso de ahí? —pregunta Moisés.

—No…

—Cada uno tiene su concertina — y señala el rincón del local donde hay un pequeño armario, una cajonera con cuatro plazas. La parte superior del mueble está invadida de juguetes, muñecos y monigotes de todos los tamaños. Cada cosa lleva encima su instrumento: un auto antiguo; uno, dos, tres muñecos teutones, bien alemanes; un angelito con las alas abiertas; un gatito, un osito, una chola, un coya, una llama, una especie de jarra con los colores de Bolivia alrededor.

—Evo Morales ha generado muchas discusiones y despertado muchas cosas. ¿Cómo lo ve usted?

 

—Mira… Todos los presidentes siempre han tenido algo bueno y algo malo. Evo Morales hizo lo que ningún indígena hizo, y por eso lo admiro. Como dije antes, su gobierno tendrá políticas buenas y malas, en mi campo su gobierno está apoyando mucho a los artistas, y ahora los folcloristas somos respetados.

 

Hay que decirlo: Moisés no es muy locuaz. Lo suyo es, definitivamente, la austeridad al hablar. No la antipatía, no las pocas palabras como gesto hostil. Más bien habitar el silencio a su manera, a sus modos.

—¿Se siente más músico que luthier o al revés?

—Sabes… La música significa mucho para mí, toda mi vida ha girado en torno a ella. Me da trabajo, me da muchas satisfacciones, alegrías, ansias de mejorar en todo; mediante la música he conocido mucha gente, tengo muchos amigos. Sin música mi vida no tendría mucho sentido. Por mi trabajo necesito silencio, pero dentro de mí hay  música a todo volumen.

Y pareciera ovillarse, otra vez, sobre su instrumento.

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