Volver al útero de la tierra madre

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119-CaboVerdeDurante más de 500 años Cabo Verde fue colonia de Portugal. Puerto estratégico para el comercio de esclavos, su pueblo sufrió hasta hambrunas planificadas. Las luchas fueron crueles y la independencia recién llegó en 1975. Los caboverdianos en Argentina forjaron la diáspora más vieja del mundo y militaron la revolución de las Islas. Hoy siguen luchando por el reconocimiento afro en nuestro país. En esta nota, un emotivo relato surgido del primer viaje grupal a la tierra de la morabeza.

Por Damián Le Moal

“Si bô ‘screvê’ me ‘m ta ‘screvê be

Si bô ‘squecê me ‘m ta ‘squecê be

Até dia qui bô voltà”

Sodade 

Subnotas

Mi madre tenía nueve años cuando su padre, Manuel Lopes, entendió, como muchos caboverdianos, que cualquier destino era mejor que las islas, azotadas durante cinco siglos por el colonialismo portugués, que en medio de las sequías permanentes disciplinaba al pueblo con hambrunas planificadas. Era 1952 y allí quedó Canuta Da Cruz, la madre de mi madre, pero no la esposa de Manuel. Entendió que su hija iba a tener mejor vida, y además nada podía decidir en una sociedad de yugo esclavista altamente patriarcal. Mujer dura, como todas las madrazas que dio la resistencia, volvió a casarse y tener otro hijo, Lucas, diez años menor que mi madre. Pero su nuevo esposo también debió emigrar buscando trabajo. Canuta, en menos de cinco años, quedó sola, con dos esposos desterrados, un bebé y una hija de la que no supo nada por 28 años.

En julio del año pasado, 23 argentinos y nueve brasileños partimos desde Ensenada para volver a la tierra de muchas generaciones. Fue el primer viaje de la historia de descendientes caboverdianos en comitiva. Organizados por la Asociación Deportiva y Cultural de Cabo Verde de Ensenada, la Sociedad de Socorros Mutuos Unión Caboverdeana de Dock Sud y la Asociación Caboverdiana de Brasil. En el grupo había caboverdianos nativos que dejaron su tierra de pequeños. También hijos, nietos y bisnietos de caboverdianos que, como sus padres o abuelos, nunca tuvieron la posibilidad de volver a pisar la tierra de sus ancestros. Algunos tenían familia esperando, otros iban con un nombre, una calle, un dato lejano, convencidos de que también los esperaban sin saberlo.

Llegamos a Praia, la capital de las Islas, de noche. Bajar del avión es una forma de nacer. En el aeropuerto Nelson Mandela brindamos con grog, bebida himno de las islas, hecha sobre la base de caña de azúcar y una graduación alcohólica que alcanza los 45°. Bebemos de un saque y el pecho se abre.

Cabo Verde es un archipiélago de diez islas en el Atlántico, frente a Senegal y Mauritania. Era territorio desierto antes de la llegada de los portugueses en 1460. Dos años más tarde comenzó la primera aventura moderna de miscigenación (N de la R: mezcla de razas) de los trópicos: criminales, exiliados y judíos perseguidos por la Inquisición fueron los enviados por los portugueses, destinados al trabajo en los campos de caña y algodón, junto con los esclavos negros procedentes de Guinea, Senegal, Benín, Sudán. Su ubicación geográfica en las puertas del Atlántico la convirtió en un punto estratégico y siniestro al tono de la época: fue puerto obligado del comercio de esclavos entre Europa, África y a partir de 1492, América. Cabo Verde logró su independencia en 1975.

La revolución

“A Libertacao nacional é, necesariamente, um acto de cultura”

Amílcar Cabral

En Praia fuimos recibidos por el presidente de la República, Jorge Carlos de Almeida Fonseca. La bienvenida fue a puro batuke, un ritmo africano reprimido en épocas de la colonia porque promovía la cultura negra en un proyecto de país europeo. La comisión intercambió insignias, música y libros. Pero es la bandera de Ensenada lo que lleva a Fonseca a un nombre: Chucho (Tchutch en el idioma ‘criol’ de las islas), primer cónsul caboverdiano en Argentina y militante de la independencia. Su nombre levanta un murmullo. María Monteiro se acerca al Presidente y casi como en secreto recuerda el 1º de julio de 1975, donde Chucho y su marido, Augusto Da Cruz, bajaron la bandera de la colonia para izar, por fin, la de la revolución al otro extremo del Atlántico.

Sergio Da Cruz es hijo de Augusto. Es alto. Tiene una leve curvatura en la espalda, balancea sus largos brazos, da pasos inmensos al ritmo de la paz de los negros. “Yo era un pibe, así (pone la mano a medio metro del piso) y me acuerdo de que se reunían en mi casa para hablar de la guerra”, cuenta Sergio, y trae imágenes de principio de los ‘70.

La lucha por la independencia de Cabo Verde comenzó en la oleada pos Segunda Guerra Mundial, liderada por Amílcar Cabral, héroe de la revolución cultural, política y armada. Las potencias yanquis e inglesas, vía OTAN y ONU, querían descolonizar el mundo para neocolonizarlo financieramente después. Entre los ‘60 y los ‘70, de cinco países colonialistas se independizaron 111 países africanos. En algunos casos no hubo ni guerra y el primer presidente fue su antiguo virrey. En otros, sobre todo en las colonias de Portugal y Francia, que no entrarían en el nuevo reparto financiero del mundo, las luchas fueron crueles.

“En Ensenada, armábamos bailes y con lo recaudado comprábamos algodón, alcohol, gasas. Chucho mandaba todo por barco a los que peleaban la Revolución. Chucho venía de la selva, fue el primer cónsul en Argentina. Ese sí que tenía pelotas”, recuerda Ricardo Martínez que viajó con su mujer y su hija. “Nosotros participamos activamente de la revolución; yo me siento parte de la liberación de este país”, remata. Cabo Verde logró la independencia el 1º de julio de 1975.

Ricardo Martínez es histriónico. Militante de Cabo Verde y de la cultura negra en general, movió toda la gobernación de Buenos Aires para lograr que el 11 de octubre, “el último día de libertad”, fuera considerado el Día de la Cultura Afroargentina en la Provincia. “No está reconocido el aporte de los negros a la cultura argentina”, dice Martínez. “¿Sabes cuál fue el reconocimiento a los negros en época de la independencia? —me pregunta, y responde—: La manumisión, un premio a los negros que pelearon en las invasiones inglesas. El premio fue un sorteo por su libertad. Veintidós negros fueron beneficiados”.

La ley provincial que Martínez promovió es la 14.276. “Cuatro veces se ‘perdió’ el expediente en el Instituto Cultural. ¿Podés creer?”, dice mientras esperamos algún avión.

Yo, Negro

“Sería 1980 y tendría 10 años cuando llamaron a casa con las manos —cuenta mi hermana, Patricia Le Moal—. Salió mami y atrás yo”. Mami es Manuela, la que había dejado Cabo Verde a los 9 años y no había vuelto a saber de su madre, Canuta. “Eran dos hombres; me parecieron altos, uno rubio y el otro negro. Hablaron y no entendí lo que dijeron. Lo sorprendente fue que mami respondió en el mismo idioma. Pensé que estaba poseída. Como empezó a llorar yo hice lo mismo aunque no sabía de qué hablaban”. Patricia jamás había escuchado a su mamá hablar criol. “Nos dejaron un papel con la dirección y el teléfono de la abuela Canuta y se llevaron otro con nuestros datos”, recuerda. Los dos hombres eran marineros y rastrearon a Manuela desde Ensenada. Canuta no había dejado de buscar a su hija.

“Mami nunca nos pasó su cultura caboverdiana, al punto que yo no sabía que hablaba otro idioma y nunca, hasta la llegada de la abuela, cinco años después, volvió a hablar en criol”, agrega Patricia. Manuel, y por ende mi madre, como muchos inmigrantes en las tierras de la generación del 80, apelaron a la táctica de la negación para insertarse en el sistema que los recibía. Las estrategias de invisibilización del negro en Argentina iban desde la desaparición física como simbólica, anotándolos como europeos en los registros oficiales para dar bonitos números blancos.

El censo nacional de 2010 reincorporó, luego de 130 años, la pregunta por la afrodescendencia: “¿Usted tiene o tuvo miembros afrodescendientes en su familia?”. La prueba piloto comenzó en 2004, cuando se bajó al campo esa pregunta: sólo un 2% del 20% proyectado contestó que sí. Según los resultados de ese censo, en Argentina 149.493 personas se reconocen afrodescendientes y en más de 60.000 hogares hay al menos una persona afrodescendiente.

Aún operan el mito de la argentina blanca y las estrategias de auto invisibilización para convivir en el sistema sin ser discriminado. A diferencia de las casas de Sergio o Ricardo, en mi casa jamás se escuchó morna, se comió cachupa o se habló de las islas. Mi madre se formó argentina escondiendo su documento que la sentenciaba como extranjera; se mudó del barrio y se casó con mi padre, un francés blanco y rubión. Pero mi madre tuvo cinco hijos: todos con motas, cuerpos y carcajadas negras. La sangre no puede invisibilizarse. La cultura negra sobrevivió latiendo subterráneamente. “La cultura negra no es sólo cuestión de color, hay pelo negro, dientes negros, hasta en un nivel de ADN, todos tenemos algo negro”, me dice Patricia Gómes y me pregunta: “vos, ¿te sentís negro?”.

Los encuentros

El caboverdiano es hijo de madre africana y padre europeo, dicen. El iluminismo del siglo XIX nos quería a todos blancos y civilizados bajo la doctrina del frac y las pelucas inglesas, ésas que adoró Sarmiento. Pero el carácter hermético de estas tierras rodeadas de agua planteó una sociedad mestiza sostenida en el binomio señor blanco-esclava negra; sin cuentos de amor. Junto al idioma, la comida, los relatos y las costumbres siempre quedaron en manos de las únicas mujeres de estas tierras: las esclavizadas negras. La aculturación dio un sujeto distinto, más afro que lusitano en su cultura. El criollo caboverdiano tiene analogía con el gaucho de la pampa: primer eslabón de un mestizaje forzado, hijo de nadie, sólo de su tierra, que lo parió y lo definió en su espíritu.

María Monteiro soportó los cuatro aeropuertos y los dos días de viaje con su diabetes y sus casi 80 años a cuesta para pisar su tierra una vez más, esta vez sin su esposo. El rostro de María está en todas partes: los labios gruesos sosteniendo la nariz ancha, los ojitos pequeños de un negro intenso. Todo rematado por una sonrisa que ilumina, esa carcajada negra que tiene ecos del origen de todas las cosas. “Mi mamá juntaba frazadas, ropa, zapatos, lo que fuera, cada vez que venía alguien nuevo al club. No teníamos nada, pero se juntaba entre todos; me acuerdo cuando llegó Manuel, se lo ayudó hasta que se acomodó con su zapatería. Yo iba a la casa de tu mamá, cuando éramos chiquitas, porque sabía criol”, cuenta María.

Cuando Canuta y mi madre regresaron de una estadía en Santo Antão, a causa de una afección respiratoria en mi madre, Manuel tenía una nueva esposa y una nueva hija. La poligamia es común en Cabo Verde. La historia de hombres con familias paralelas en cada isla se cuenta entre risas, épica del macho. Quizás fue la dominación violenta del colono portugués sobre las esclavizadas o tal vez la desolación que da la constante migración que parieron y dieron por aceptable esta forma de vínculo. Hombres que debían moverse constantemente, olfateando la resaca de la colonia para subsistir; mujeres que debían esperar, solas y en la sequía. En las islas, el amor, como la lluvia, aparece por épocas.

En 1985 Canuta llegó a la Argentina junto a su tercera hija, María da Luz, y su nieto Cristopher, para reencontrarse con Manuela después de casi tres décadas. Entre los que esperaban la llegada del avión estaba Manuel. “‘Perdón, perdón, perdón’, le decía el abuelo Manuel a Canuta —recuerda mi hermana Patricia—  y lloraban y hablaban en su idioma”. El recuentro de viejos amores. Ambos estaban viejos y viudos. Y con una cuenta de 28 años imposible de saldar. Canuta fallece en 1989 y mi madre, en 1994. La búsqueda de Canuta logró juntarlas antes del destino. Ambas mueren por la misma causa. Detalles de realismo mágico. Yo tenía diez años para 1994 y fue en este viaje que encontré una palabra que define a mi madre: morabeza.

Víctor Monteiro, caboverdiano nativo, vuelve a Cabo Verde después de 17 años. El padre de Víctor emigró solo en uno de eso barcos que paraban en el estratégico puerto tripartito, repleto de inmigrantes europeos escapando de la Segunda Guerra Mundial; volvió a las islas en 1979 y subió a Víctor y tres de sus hermanas a un barco. “No era la misma Argentina que había dejado. Estaba en pleno proceso militar, así que ni información nos llegaba”. Víctor regresó a su tierra en 1996, cuando tenía 34 años. Hoy vuelve a los 51 y quiere quedarse. “Tuvieron que llevarme a la casa donde nací, donde me crié, porque no están las calles que yo dejé y no me ubicaba. Cabo Verde cambió abismalmente”, dice y muestra su risa cómplice, negra, pícara. En esta vuelta su madre tampoco es la misma: tras 17 años de ausencia, un Alzheimer no le permitió reconocer a María de las Mercedes, su hija.

Mindelo es una ciudad que se abre ganándole tierra a la montaña. Es la capital de la isla São Vicente. Las casitas se superponen en diversas alturas. Una arquitectura prolija y de vuelo artesanal, de colores intensos. Una mezcla de La Paz boliviana y Salta la linda. Mindelo es el foco cultural del país. De noche se respira cachupa, se saborea morna, se oye grog. Debajo del departamento que alquilamos hay un negocio de neumáticos. Quien parece ser el dueño del local sale y me habla. Entiendo que me pregunta si soy argentino e identifico la palabra “tío”. Me dice que un hombre que me busca dejó su teléfono. Con emoción, como si supiera la historia, marca en su teléfono, habla en criol y me pasa el tubo. Del otro lado, Lucas, el hermano de mi madre.

Lucas es quien nos cuenta la historia. “Mi madre siempre hablaba de su hija Manuela… ‘¡Oh! Manuela, Manuela’, decía siempre”. Los ojos de Lucas tienen forma de cansancio, se inclinan hacia abajo y parecen que se van a chorrear sobre sus mejillas, pero sin embargo la sensación que trasmite es de alegría. La historia que nos acaba de contar es tristísima y sin embargo él rescata lo mejor, la parte alegre. “Cuando mi madre y mi hermana, María da Luz, viajaron a Argentina, yo no pude, no estaba bien económicamente. Yo vivía en Portugal. Y luego Manuela fallece, ¿no? Me quedé sin ver a mi hermana…Y ahora ustedes vienen acá”, dice y nos trae la infancia con mi madre: “Está bien, está bien… Todo cierra…Todo se cumple: yo no pude ir, pero ustedes están acá”.

En Santo Antão fuimos bordeando las plantaciones de mango, banana y caña de azúcar. Era julio y aún no había llovió en lo que iba del año en Cabo Verde. Los lechos de los ríos son calles donde pasan autos. Todos sabemos que en esa isla montañosa y húmeda está el origen de nuestras familias. La primera parada es en lo de Ildo Benrros, sobrino del bisabuelo de Ricardo Martínez. Ese lazo finito alcanza para que aparezca toda la morabeza.

Patricia Gomes también sabe, sin exactitud, que en algún lugar de Santo Antão hay parientes. El concepto pariente está a la altura afectiva del concepto familia en los caboverdianos. En una curva vemos albañiles trabajando. Anilton frena la combi para que Patricia pregunte. Un hombre que está a 30 metros baja de los andamios y se acerca. La escena es muda para los que nos quedamos en el trasporte. El hombre debe tener poco menos de 50 años. Se llama Ireneu. Patricia habla y él frunce las cejas, achica los ojos, mira la combi dudando. Y sonríe. Patricia se embalsama un segundo. Despierta de la sorpresa y estira sus brazos. Ireneu se emociona y sus ojos verde celeste trasparentes brillan bajo el fuertísimo sol de la isla. Son parientes y se encontraron.

Patricia Gomes es vicepresidenta de la Unión Caboverdeana de Dock Sud, en Avellaneda. No tiene 30 años, y es negra, entera. Cuando se enteró de la posibilidad del viaje, se cargó la organización al hombro junto con Carolina y Yesica Kalipolitis, presidenta y vicepresidenta en el momento del viaje de la Asociación de Cabo Verde en Ensenada.

La Unión se fundó el 13 de agosto de 1932. “Fijate que se llama Unión Caboverdeana en 1932. Eso habla de la identidad que el caboverdiano ha construido desde los albores de la mismísima Cabo Verde. Ni portuguesa ni nada, caboverdiana”, subraya Patricia, estudiante de Derecho y militante de la causa negra en todas sus formas. “Que Clarín titule ‘un día negro para Boca’ está mal. Hay ahí una construcción histórica del concepto negro como malo, como negativo”, se enoja.

Hay tres grandes focos de caboverdianos en la Argentina: Ensenada, Dock Sud y Mar del Plata. Las tres tienen mucho camino luchado, de más de siete décadas. “Nosotros somos las organizaciones legalmente constituidas más viejas del mundo. Venimos desde la década de los ‘30, auge de la colonia, y ya había una independencia en la denominación como caboverdianos”, remarca Patricia y subraya que el sentimiento de nación estaba presente mucho antes de la revolución liderada por Cabral.

Cabo Verde es un país que tiene en la gente el más potente de los recursos. No hay petróleo, no hay agua, no hay oro: hay morabeza, hay solidaridad, hay tremendas ganas de ser país libre, hay humanidad.

Volver. Sensación de regreso puro. Nunca antes había estado en Cabo Verde. Un deja vu metafísico donde todos los rostros y respuestas parecen ya vividos. Experiencia de regresión chamánica: volver a flotar en el útero madre.

 

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