Les luthiers de Ringuelet

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Foto Marco Antonio Naya

Falta poco para que termine de resucitar el histórico edificio Servente, donde la furia del agua llegó a dar vuelta un piano de cola de cuatro toneladas. Subsidios, artesanos y donantes permitieron recuperar instrumentos desguazados y apuntalar la restauración de este centro de formación musical único, situado en uno de los barrios más perjudicados en abril de 2013. 

Por Josefina López Mac Kenzie

“Hay una muy buena recuperación, de un 80%”, estima a un año del desastre Gerardo Guzmán, el director del centro de enseñanza musical más prestigioso de la provincia de Buenos Aires, donde se estudian todas las disciplinas de una orquesta y se cursan profesorados de piano, canto, guitarra, órgano, educación musical y magisterio de música. La lluvia del siglo arrasó como una guerra al Servente, el tesoro edilicio donde funciona el conservatorio Gilardo Gilardi. Por los bienes que alberga y las dimensiones del inmueble, fue la institución educativa más perjudicada por la inundación de 2013.

El 2 de abril el agua se metió como una ola, sobre todo por las ventanas que están al ras del suelo y ventilan las aulas del subsuelo, donde se enseña lenguaje musical. Por ahí “veías flotando pianos, bibliotecas, timbales…”, recuerda “Cuco” Guzmán, aún conmovido por cosas “muy fuertes” que vivió desde entonces. Según un informe elaborado por los arquitectos de la UNLP Gabriela Rodríguez y Claudio Catera para la Dirección Provincial de Patrimonio Cultural, entraron allí 2,20 metros de agua. Recién el sábado 6 de abril, cuando personal de la empresa ABSA terminó de extraer el agua con sus bombas, pudieron ingresar al histórico edificio autoridades, docentes, afinadores, alumnos y ex alumnos que se habían acercado, conmocionados y dispuestos a limpiar, secar, mudar. Y pensar.

El informe de los arquitectos (realizado a pedido de la comisión de Cultura y Educación del Senado) consigna que el agua atacó sobre todo la instalación eléctrica (el panel quedó hundido), la caldera y la mampostería. Además, se destruyeron timbales, un vibrafón, xilofones, tambores, claves, cajas, maracas, documentación, partituras, trabajos de alumnos, muebles, aberturas, amplificadores, ascensor, computadoras… Debieron también tirar los paneles acústicos que recubren las paredes y ver enfilar hacia el desguace una decena de pianos. Esto sin contar que entre los fallecidos por la inundación hay familiares de dos docentes de la institución.

En un primer momento, Guzmán estimó las pérdidas en $500.000. Después los gastos fueron variando hacia arriba, al ritmo de los precios y de las necesidades que fue marcando el trabajo de recuperación, y ahora calcula que ronda los $700.000. Subsidios, —sobre todo del Fondo Nacional de las Artes y del Senado provincial—, innumerables, valiosas y simbólicas donaciones, más conciertos y subastas de antigüedades y obras de arte que organizó la cooperadora de la institución, los ayudaron a ponerse de pie. Pudieron retomar algunas actividades en mayo de 2013 (los profesorados y las tecnicaturas, que se cursan en aulas de la planta baja y espacios del primer piso) y otras entre mayo y agosto (las “formaciones básicas” que cursan en el subsuelo miles de niños y adolescentes). Guzmán cuenta que se sintió conmovido porque los estudiantes “preguntaban todo el tiempo cuándo comenzábamos”.

En el 20% de recuperación que el director calcula que les falta resolver entran algunas cuestiones estructurales (caldera, paredes, electricidad, sanitarios, pintura) y la reposición de unos 300 paneles acústicos; son estructuras de distintos tamaños compuestas por un marco de madera, una superficie de lana de vidrio y un liencillo blanco, que recubren paredes en buena parte del edificio y debieron tirar por la contaminación que implicó su contacto con el agua. Los diseñó en 2003 el ingeniero Gustavo Basso, cuando el conservatorio se iba a mudar al Servente, y los construyó Mario Núñez, un oficial calificado maestro carpintero empleado en la Gobernación. Finalmente, Guzmán le contó a La Pulseada que está pendiente un estudio para buscar la forma de aislar las ventanas y prevenir el ingreso de agua ante el miedo del millón: una catástrofe similar.

Argerich y la ecuación de los pianos

De unos 25 pianos acústicos que había en el edificio, 12 quedaron sumergidos. Irrecuperables. “Parecía una masa de hojaldre… se empezaban a descascarar… era impresionante verlos”, describe Guzmán. De ellos, se salvaron dos pianos verticales, los de maderas más jóvenes y sólidas, que había comprado la cooperadora en los últimos tiempos. Con uno de ellos, el afinador Marco Naya asegura haber logrado “un milagro”.

Otros pianos no se perdieron: se transformaron. Guzmán decidió mantener dos de los irrecuperables, uno vertical y uno de cola negro —valioso más por su antigüedad que por su excelencia, que la fuerza del agua había logrado dar vuelta—, con la idea de hacer algo que deje memoria de semejante catástrofe. Para eso convocó a Gustavo Larsen y Susana Lombardo, artistas plásticos, y a Lelé de Rueda, historiadora del arte. El 27 de marzo se realizó una «performance» en el Conservatorio, con Guzmán interpretando una obra propia, y el 1º de abril hubo un acto oficial.

Finalmente, también se ganaron pianos. Las donaciones de pianos fueron tantas —de ciudadanos comunes, de instituciones privadas y de ex alumnos que viven en el exterior— que cuando se escribe esta nota no habían terminado de retirar algunos de ellos. Como muchos se necesitan para las clases de formación musical, no de piano, en general sirven más allá de cuál sea su estado. El 6 de octubre de 2013 el Conservatorio agradeció con un emotivo concierto donde se tocó con los pianos donados.

Entre los donantes hubo conocidos. Por ejemplo, el grupo Les Luthiers aportó tres pianos eléctricos, que cuestan aproximadamente $10.000 cada uno. Y también les llegó el piano de María Rosa “Cucucha” Oubiña, una docente “importante y pituca” cuya trayectoria supo distinguir la Asociación de Críticos Musicales de la Argentina. Su muerte, el 6 de abril —desvinculada de la catástrofe—, pasó desapercibida en una ciudad en caos. Su familia iba a donar el instrumento a Santa Fe, porque ella había enseñado en la Universidad del Litoral. Pero la pianista argentina Martha Argerich, su amiga en la juventud —convivieron en París en los ‘60—, intercedió a través de su representante en Argentina para que el mentado piano quedara en el Gilardi.

Es un Steinway de cuarta cola. Para Guzmán, “el más lindo”. Para ingresarlo en el Servente le sacaron las patas, lo levantaron entre varios y lo rearmaron en el lugar. Guzmán dice que se generó “algo muy fuerte”, “como una ceremonia” cuando chicos de 15 o 20 años lo escucharon contar que “es un piano histórico que donó Argerich”.

 

Una localidad arrasada

En Ringuelet, un territorio al norte de La Plata cruzado a cielo abierto por el emblemático arroyo Del Gato, la tormenta fue despiadada. El agua superó los 2 metros de altura y junto con Tolosa, es la zona donde el agua permaneció más tiempo dentro de los inmuebles (hasta 17 horas), según el estudio que elaboró el Departamento de Hidráulica de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de La Plata. Por esto, allí más del 95% de los hogares perdió sus muebles, según el relevamiento sociosanitario que realizó el Colegio de Trabajadores Sociales bonaerense.

Un milagro

“Para un piano el agua es una cosa grave: piano y agua no son amigos, más bien lo contrario. Pero que un piano quede sumergido cuatro días como un saquito de té implica su muerte”, explica el técnico afinador Marco Naya en su taller, donde recibe a La Pulseada entre teclados, tenazas, taladros, rollos de cobre. En abril, él fue uno de los primeros en ingresar al subsuelo del Servente, donde tomó fotos que atestiguan aquel espanto. Después de eso, logró “casi un milagro”, asegura: un piano hundido 96 horas que “hoy funciona perfectamente”.

Se trata de un Hailun, de origen chino, de 1,21 metro de altura, que cuesta unos $40.000. Tenía poco más de dos años de uso —es uno de los tres más nuevos que había comprado la cooperadora— y para Naya, un significado particular, porque tuvo que ver con que el instrumento llegara al Conservatorio. Después de la tormenta, igual que los pisos del edificio, el Hailun que estaba en el aula 20 apareció cubierto de “un lodo aceitoso, completamente empapado y con las teclas ya inmóviles, por la dilatación producida en la madera por el agua”, describe el afinador. Pero también había tres indicios esperanzadores: estaba de pie (“el destino quiso que éste fuera el único que permaneció así”, se enorgullece Naya); el armazón, “alma y pieza fundamental del instrumento”, estaba sano; y su tabla armónica, “el latido del corazón del piano”, estaba en una sola pieza. “Inmaculada”, remarca.

El improbable “proceso de vuelta a la vida” comenzó cuando Naya desarmó el Hailun —que junto con un piano vertical marca Kawai, de 1,14 de altura y mueble plástico, también joven, era el único en el que ameritaba intentar una reanimación—. Les extrajo la máquina y el teclado, que cargó en su auto, llenos de agua y aceite. El Kawai continuó su recuperación en Buenos Aires. El Hailun, en el taller del lutier, esperó semanas, meses, abierto, con su tabla armónica, su armazón de fundición, su clavijero, su encordado (inoxidable) y sus puentes expuestos a temperatura ambiente, sin calor. Debía secarse y debían reencontrarse todas las piezas. Después de eso, la máquina y el teclado del Hailun comenzaron a funcionar sin problemas. Llegó así el trabajo de afinación, regulación, encolado y adaptado de todas las piezas a su posición original. “Y surgió el sonido nuevamente, surgió la música”, resume Naya.

El afinador, que también estudió en el Gilardi e integra la Federación Alemana de Constructores de Pianos, asegura que en más de dos décadas en este trabajo nunca oyó de una experiencia semejante. Pero ahí está el piano, en el aula 106, igual que a comienzos de abril del año pasado, pero con una historia milagrosa en sus entrañas.

El patrimonio

El Servente es conocido como “mansión” o “palacio” pero en la institución prefieren llamarlo “edificio” por su carácter público, al ser la sede del Conservatorio. Ubicado en 12 y 523 de Ringuelet, el inmueble de tres plantas diseñado por el arquitecto italiano Reynaldo Olivieri se construyó entre 1922 y 1934, pensado para actividades de la Sociedad Femenil italiana. Después, gestionado por dos comunidades de religiosas, funcionó como “asilo para niños huérfanos”, en el auge del Patronato. En 1999 dejó de cumplir esta función porque no se ajustaba a la Convención Internacional por los Derechos del Niño. Desde 2003 allí funciona el Gilardo Gilardi, fundado por Alberto Ginastera, que antes tuvo diversas sedes en La Plata.

Desde 2011 es “monumento histórico provincial” (ley 14.320). En el informe sobre edificios afectados por la inundación realizado por Dirección Provincial de Patrimonio Cultural para la comisión de Educación y Cultura del Senado, la directora Marián Farías Gómez colocó en primer lugar a este edificio de Ringuelet donde hay aulas, auditorio, estudio de grabación, biblioteca con sala de lectura, salas para conciertos, laboratorio de sonido… y donde la lluvia de abril arrasó con casi todo. La institución depende de la Dirección General de Cultura y Educación para cuestiones como planes de estudio y salarios, pero de la Secretaría General de la Gobernación para los asuntos edilicios. Antes del 2 de abril de 2013 les habían dado de baja el servicio de la empresa que realizaba el mantenimiento.

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