Crónica de los 68 días de acampe por Luciano Arruga

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El inmueble de la calle Indart de Lomas del Mirador que Familiares y amigos de Luciano Arruga reclaman para un espacio de memoria independiente.

El 17 de octubre de 2013 su desaparición sumaba 1.720 días. Esa mañana, sus familiares y amigos avanzaron en su acción más arriesgada de los últimos cinco años: ocuparon el inmueble donde Luciano fue visto por última vez el 31 de enero de 2009. Se quedaron dos meses. Convivieron en tensión con gendarmes y en abrazo con militantes, y se fueron con dos logros. Relato de una experiencia singular y visceral que sigue siendo noticia.

Por Rosaura Barletta (Familiares y amigos de Luciano Arruga) para La Pulseada / Fotos Colectivo M.A.F.I.A.

—Si vas a usar la fuerza, mis compañeros van a retirarse sin generarte ningún tipo de problema, pero yo me quedo agarrada a esta ventana y no me voy a mover. ¿Querés sacarme? ¡Sacame! Soy la hermana de Luciano Arruga —le dice a un gendarme Vanesa Orieta, agarrada a las rejas de una ventana de una casa. No habla en voz baja porque además de comunicarse con el gendarme se comunica con sus compañeros.

La ubicación es en Lomas del Mirador (La Matanza). Barrio pudiente y humilde. La casa que se come este relato está en la calle Indart 106, a metros de San Martín y Mosconi, las dos avenidas más importantes de la zona. Cuadra “residencial”, “tranquila”, “de trabajadores”. Aquí todos se conocen aunque el barrio no es chico, pero el infierno igual es grande.

La casa de este relato es un chalet de paredes empedradas. ¿Es bonita? Baja, no llama la atención, tiene una gran ventana con un vidrio roto y una persiana caída. A unos metros de la puerta, en la pared, se lee un cartel amarillento, chiquito, simple: “Espacio para la Memoria, Social y Cultural LUCIANO ARRUGA. APDH La Matanza. Asociación de familiares y amigos de Luciano Arruga”.

Del resto de las casas sólo la distinguen el cartel, la ventana, un poco de mugre y el abandono del jardín. También los restos de pintura roja en las paredes, nadie recuerda de cuál de tantos escraches que le hicieron. También los gendarmes. También nosotros.

Vanesa Orieta y su hermano Mario
Vanesa Orieta y su hermano Mario

Ni uno más ni uno menos que todos

El jueves 17 de octubre de 2013 a las siete de la mañana, mientras dos personas tocaban la puerta de la casa, otras… ¿doce? ingresaban en el jardín delantero y hacían no se sabe muy bien qué. Acomodaban cajas, ubicaban sillas, se movían de un lado para otro. Los dos que tocaron la puerta: una chica muy petisa, flaca, de pelo corto, de unos 30 años; un señor, flaco, canoso, de lentes, de unos 50. Vanesa Orieta y Pablo Pimentel, militante de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) de La Matanza.

En el garaje había un auto estacionado. Los compañeros de Vanesa, a pesar del intento de indicación de ella, en esas primeras palabras dirigidas al gendarme, de que nos fuéramos, no nos retiramos a ningún lado; más bien nos acercamos. La situación era tensa. Nunca nos llevamos bien con las fuerzas de seguridad. Sabemos poco acerca de las negociaciones y solemos dejar hablar a Vanesa que, con la historia encima, tiene más cintura que cualquiera de nosotros. Ella estaba temerosa y lo primero que hace cuando tiene miedo es intentar pagar todo el costo y desligarnos, pero es un protocolo conocido: nosotros hacemos lo mismo a la inversa. Terminamos como siempre, en bloque, ni uno más ni uno menos que todos nosotros.

—Nosotros no podemos estar acá, es cierto. Pero ustedes tampoco pueden estacionar un auto en el garaje: este lugar tiene que ser investigado —dijo alguno de los pibes y fue, tal vez, la frase más inteligente del día—. Saquen el auto, que nosotros nos vamos —.Pero sacaron el auto y nos metimos. Nos instalamos en el garaje y no nos fuimos en 68 días.

A media mañana llegaron tres camionetas de Gendarmería, pero también empezaron a sonar los teléfonos (los suyos y los nuestros). Ese aire que se cortaba a cuchillo se volvía más ameno con el paso de las horas y con las órdenes de arriba, que eran claras: a la hermana de Luciano Arruga no se le puede tocar un pelo.

El jueves 17 de octubre de 2013 a las siete de la mañana hacía 1.720 días que Luciano Arruga faltaba de su casa. 1.720 días que pueden traducirse en 41.263 horas, no sé cuántos minutos o segundos, no sé: mucho tiempo. Ese día, no tan significativo para nosotros como para quienes vienen de otras tradiciones políticas y priorizan cosas distintas que las nuestras, había un gran festejo en la Plaza de Mayo. Una fiesta de la democracia.

Pero a las siete de la mañana, muchas horas antes de que comenzara la jornada frente a la Casa de Gobierno, muy lejos de ahí, en Lomas del Mirador, nosotros, los Familiares y amigos de Luciano Arruga, tomamos la medida de fuerza más arriesgada, política y estratégicamente, de esos 1.720 días. Entramos y nos instalamos en el garaje de un ex destacamento custodiado por la Gendarmería por orden judicial. El ex destacamento es más bien el ex centro clandestino de detención que se cargó la vida de Luciano y quién sabe cuántas vidas o felicidades más.

Vista exterior ex destacamento

Con los primeros rayos de sol de ese mediodía llegaron camionetas de Gendarmería que trataron de intimidarnos, pero también llegaron medios, compañeros y espalda. A las siete de la mañana, mientras todo el grupo entraba al ex destacamento, una compañera, desde una casa en el barrio, con las manos temblorosas y una ansiedad incontrolable, hacía llamados y enviaba por mail, Facebook y Twitter gacetillas de prensa, comunicados y pantallazos sobre la toma que se estaba iniciando. Esa mañana fue noticia. Después ya no.

Metas, promesas y resultados

El primer y más importante objetivo de la medida se difundió desde temprano y caló hondo en todos los que conocían poco y nada de la causa. Dejaba al descubierto entramados nefastos dentro de la Justicia y era una consigna que buscaba constituir como testigos de la impunidad a todos los que querían encontrar a Luciano. A todos. Pedíamos que en ese ex destacamento donde se había visto por última vez a Luciano Arruga se hicieran los últimos peritajes pendientes: las excavaciones. La Justicia burocrática que defiende a unos pocos tenía que propiciar que el Equipo Argentino de Antropología Forense contara con el grupo de trabajadores y el presupuesto necesarios para ello. Hacía un año que veníamos esperando eso.

El segundo objetivo tenía contenido esencialmente político: cuando se terminara la investigación, el Municipio de La Matanza tenía que garantizarnos el acceso a ese ex destacamento para crear un espacio para la memoria independiente del gobierno. ¿De qué forma podíamos acceder? A través de un comodato que firmara el intendente, en el cual debía quedar en claro que —hasta que se apruebe la ley de Expropiación del lugar en la Legislatura bonaerense—La Matanza pagaría el alquiler del inmueble y nos daría a Familiares y amigos de Luciano (a través de la APDH La Matanza) absoluta independencia y libertad para trabajar en la creación de un espacio para la memoria allí.

Íbamos a entrar, a ocupar ese garaje, a armar con una estructura precaria un estudio de radio, a dormir ahí, a pedir al juzgado federal una autorización para estar (así entendía el sentido común que no estábamos obstruyendo ni entorpeciendo la investigación), íbamos a hablar con los vecinos para intentar ponernos de acuerdo, íbamos a depender de una canilla de agua que a veces nos cortaban y de una bajada de luz de la calle como mínimo inestable. Íbamos a dormir en el piso, en bolsas de dormir, frazadas, o en una carpa en la vereda; más adelante en unos catres donados por una compañera. Íbamos a pasar mucho calor, mucho frío, y nos íbamos a mojar y a enfermar cuando lloviera.

Íbamos a vivir durante mucho tiempo, separados por una pared, de un grupo de gendarmes, a veces más o menos prepotentes, a veces más o menos busca roña. Íbamos a estar ahí quién sabe cuánto tiempo esperando una puta respuesta de quién sabe qué funcionario judicial o ejecutivo. Íbamos a pedir alimentos no perecederos y productos de limpieza porque el presupuesto no nos iba a alcanzar para sostener la vigilia permanente y cubrir todo lo necesario para mantener el lugar más o menos en unas condiciones que se acercaran a las dignas.

Íbamos a estar las primeras semanas rodeados de periodistas más o menos reconocidos y compañeros de acá y de allá, pero el último tramo de vigilia se iba a hacer más cuesta arriba, desgastante y doloroso que nunca, aunque los compañeros persistieran. Íbamos a dudar una y mil veces a cerca de la funcionalidad de la medida, de lo que nos beneficiara. Íbamos a preguntarnos en una y en mil reuniones si queríamos seguir con esto, si tenía sentido, si iba a dar resultado, si estábamos haciendo lo que teníamos que hacer, si valía la pena este desgaste. Una y mil veces nos pondríamos de acuerdo, sí, teníamos razón.

Íbamos a contactarnos por Twitter con un funcionario de la cartera de Derechos Humanos de Nación que desconocía la situación de la causa casi por completo. Íbamos a discutir con él y ese sería el puntapié inicial para que se acercara a la vigilia —a casi un mes de comenzar— Martín Fresneda, el secretario de Derechos Humanos de la Nación, que prometió cumplir y pidió perdón. ¿Por qué pidió perdón? Por todo. Todo lo que no hizo y todo lo que hizo mal. Así llegaron los peritajes a los pocos días de esa visita.

Tuvimos que reorganizar nuestro espacio, ya que los antropólogos necesitaban usar el garaje para sacar la tierra de las excavaciones del fondo. Desde el comienzo de los peritajes hasta el levantamiento de la vigilia todo sería mucho más difícil y trabajoso. Se acercaba diciembre y nosotros estábamos ahí desde mediados de octubre. Después de la promesa de Fresneda de cumplir con los dos puntos de la medida, todas las semanas algún representante del Municipio nos decía: “Esta semana sale el comodato, confíen”. Pero esa semana no salía, y tampoco salía la siguiente ni la otra. Pasamos más de un mes en ese estado de incertidumbre hasta que, cansados, indignados y preocupados, decidimos escrachar a la Municipalidad.

Organizamos una jornada de radio y escrache en la plaza de San Justo y allí se acercó el director de Derechos Humanos de La Matanza, Miguel Rocha, a mostrarnos un modelo de comodato que firmaría el intendente Fernando Espinoza la semana entrante. Todos los puntos eran correctos y dejaban en claro lo que más nos importaba: la absoluta independencia y libertad de los gobiernos. Sin embargo, acostumbrados al “la semana que viene” y a unos pocos días de distancia de las fiestas, empezamos a hacernos la idea de pasar la Navidad de vigilia. Agitamos por las redes sociales la promesa municipal y exigimos que la firma de ese papel fuera antes del 24 de diciembre. Pedimos a todos compañía y presión para que se diera de una vez por todas.

Finalmente, el 23 de diciembre tuvimos ese comodato y levantamos la vigilia. Más de dos meses después de haber entrado a ese garaje de ese ex destacamento. Con el orgullo y la reivindicación simbólica que merecía la decisión que llevamos a cabo aquel 17 de octubre, reconfortados por el triunfo colectivo y sintiéndonos abrazados por una enorme porción de la sociedad; no pudimos dejar de sentir mucha pena e impotencia por lo que hay que pasar para ganar lo que se merece. Y bueno, la lucha a veces es hostil… pero que la tristeza no sea nunca atada a nuestro nombre.

Entre tensiones y abrazos, dos meses de acampe y dos logros.
Entre tensiones y abrazos, dos meses de acampe y dos logros.

 

 

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